Es un agujero [en la Convención de Kioto sobre Cambio Climático] bastante grande como pasar por él con un tanque, según el informe “Un clima de guerra”.
En 1940, los militares de EE.UU. consumieron un 1% del uso total de energía del país; al final de la Segunda Guerra Mundial, la parte de los militares aumentó a un 29%. [1] El petróleo es indispensable para la guerra.
En la misma medida, el militarismo es la actividad más consumidora de petróleo en el planeta, y crece más rápido con aviones más grandes, más consumidores de carburante, tanques y navíos empleados en guerras aéreas y terrestres más intensivas. Al comenzar la guerra de Iraq en marzo de 2003, el Ejército calculó que necesitaría más de 151 millones de litros de gasolina para tres semanas de combate, excediendo la cantidad total utilizada por todas las fuerzas Aliadas en los cuatro años de la Primera Guerra Mundial. Como parte del armamento del Ejército para la guerra pusieron en marcha 2.000 pesados tanques M-1 Abrams que quemaban 1000 litros de carburante por hora. [2]
La Fuerza Aérea de EE.UU. (USAF, por sus siglas en inglés) es el mayor consumidor de carburante jet en el mundo. Imaginad, si podéis, el astronómico consumo de los aviones de guerra de la USAF: El caza F-4 Phantom quema más de 6.000 litros de carburante jet por hora y un máximo de 54.500 litros por hora a velocidades supersónicas. El B-52 Stratocruiser con ocho motores a reacción, se traga 1.900 litros por minuto; ¡diez minutos de vuelo usan tanto combustible como el conductor promedio usa conduciendo en un año! Un cuarto del carburante jet del mundo alimenta la flota de máquinas volantes asesinas de la USAF; en 2006, consumieron tanto carburante como los aviones de EE.UU. usaron durante la Segunda Guerra Mundial (1941-1945) – sorprendentes 6.000 millones de galones. (3)
Barry Sanders señala con una carga de ironía trágica que, mientras muchos de nosotros reducimos asiduamente nuestra huella de carbono a través de una vida más simple, comiendo localmente, reciclando y reutilizando, conservando energía, usando transporte público, instalando paneles solares, etc., el mayor contaminador institucional y contribuidor al calentamiento global –los militares de EE.UU. – son inmunes a las preocupaciones por el cambio climático. Los militares no informan sobre emisiones de cambio climático a ningún organismo nacional o internacional gracias a presión estadounidense durante las negociaciones de 1997 del primer acuerdo internacional para limitar las emisiones de calentamiento global: el Protocolo de Kioto sobre Cambio Climático. Para proteger a los militares de toda limitación de sus actividades, EE.UU. exigió y obtuvo la exención de límites de emisión a combustibles “búnker” (combustibles pesados para barcos de guerra) y todas las emisiones de gases invernadero de operaciones militares en todo el mundo, incluidas las guerras. Por si fuera poco, George W. Bush extrajo a EE.UU. del Protocolo de Kioto, en uno de los primeros actos de su presidencia, afirmando que pondría una camisa de fuerza a la economía estadounidense con controles demasiado costosos de emisiones de gases invernadero. Lo siguiente fue que la Casa Blanca inició una campaña neoludita contra la ciencia del cambio climático. Al investigar para The Green Zone: The Environmental Costs of Militarism [La zona verde: los costos medioambientales del militarismo] Sanders estableció que obtener estadísticas sobre las bajas en la guerra del Departamento de Defensa (DoD) es más fácil que obtener datos sobre el uso de carburante.
Solo hace poco ha salido a primer plano el trascendental tema del uso de combustible militar y su masivo, pero oculto, papel en el cambio climático, gracias a un puñado de perspicaces investigadores. Liska y Perrin aseveran que, aparte de emisiones de los tubos de escape, nuestro uso de gasolina provoca una inmensa contaminación por gases invernadero “ocultos”. Este impacto en el cambio climático debería ser calculado sobre el análisis del ciclo vital completo de la gasolina. Cuando la Agencia de Protección del Medioambiente (EPA) compara la gasolina y los biocombustibles por su respectiva contaminación atmosférica, las emisiones de gas invernadero calculadas para la gasolina deberían incluir actividades militares relacionadas con la obtención de petróleo crudo extranjero, del cual se deriva la gasolina. (Pero no es así, gracias a la exención militar a los Acuerdos de Kioto). La seguridad petrolera comprende tanto la protección militar contra el sabotaje a oleoductos y buques cisterna y también guerras dirigidas por EE.UU. en regiones ricas en petróleo para asegurar el acceso a largo plazo. Cerca de 1.000 bases militares estadounidenses trazan un arco desde los Andes al Norte de África a través de Medio Oriente hasta Indonesia, las Filipinas y Corea del Norte, que se extiende sobre todos los principales recursos petrolíferos – todo relacionado, en parte, con la proyección de fuerza a favor de la seguridad energética. Además, las emisiones propias de procesos colaterales al del ciclo de vida de los productos (“upstream emissions”) de gases invernadero de la fabricación de equipamiento militar, infraestructura, vehículos y municiones utilizados en la protección del suministro del petróleo y guerras impulsadas por el petróleo también deberían ser incluidas en el impacto medioambiental general del uso de gasolina. Agregando estos factores a sus cálculos, los autores concluyen que cerca “de un 20% del presupuesto convencional del DoD… es atribuible a los objetivos de seguridad petrolera”.
Un análisis correspondiente de investigadores en Oil Change International cuantifica las emisiones de gases invernadero de la guerra de Iraq y los costes alternativos involucrados en esa guerra, en lugar de invertirlos en tecnología limpia, durante los años 2003-2007. Sus resultados cruciales son inequívocos sobre la vasta contaminación del clima por la guerra y la inflexible política bipartidista de renunciar a la futura salud global a favor del militarismo de nuestros días.
Los costes totales proyectados de la guerra de Iraq (calculados en 3 billones [millones de millones] de dólares) cubrirían “todas las inversiones globales en generación de energía renovable” necesitadas entre ahora y 2030 para revertir las tendencias al calentamiento global.
Entre 2003 y 2007, la guerra generó por lo menos 141 millones de toneladas métricas de equivalente de dióxido de carbono (CO2e) (4), más cada año de guerra que lo que 139 países del mundo liberan anualmente. (5) La reconstrucción de escuelas, casas, negocios, puentes, carreteras y hospitales de Iraq pulverizados por la guerra, y nuevos muros y barreras de seguridad requerirán millones de toneladas de cemento, una de las mayores fuentes industriales de emisiones de gases invernadero.
En 2006, EE.UU. gastó más en la guerra en Iraq que lo que gastó todo el mundo en inversión para energías renovables.
En 2008, el gobierno de Bush gastó 97 veces más en las fuerzas armadas que en el cambio climático. Como candidato presidencial, el presidente Obama había prometido gastar 150.000 millones de dólares durante diez años en tecnología e infraestructura de energía verde – menos que lo que EE.UU. estaba gastando en un año de la guerra de Iraq.
Uno de los secretos mejor guardados por el gobierno es cuánto petróleo consume el Pentágono. Lo más probable, señala Barry Sanders, es que nadie en el DoD lo sepa con exactitud. Su esfuerzo incansable por averiguar las cifras es uno de los más exhaustivos hasta la fecha. Sanders comienza con cifras para obtención anual de petróleo para todas las ramas de las fuerzas armadas suministradas por el Centro de Apoyo Energético de la Defensa. Luego combina otros tres factores de consumo militar de petróleo sobre los que no se informa: un cálculo de “petróleo gratuito” suministrado en el extranjero (del cual Kuwait fue el mayor proveedor para la guerra de Iraq en 2003), un cálculo del petróleo utilizado por contratistas militares privados y vehículos alquilados por los militares y un cálculo del combustible búnker utilizado por barcos de guerra. Según su cálculo, los militares de EE.UU. consumen hasta un millón de barriles de petróleo por día y causan un 5% de las actuales emisiones de calentamiento global. Hay que considerar que los militares tienen a 1,4 millones de personas en servicio activo, o sea un 0,0002% de la población, que generan un 5% de la contaminación climática.
Sin embargo, incluso esta comparación subestima el extremo impacto militar en el cambio climático. El combustible militar es más contaminante por el tipo de combustible utilizado por la aviación. Las emisiones de CO2 por el carburante jet son mayores –posiblemente el triple– por litro que las del diesel y del petróleo. Además, los gases del tubo de escape de aviones tienen efectos contaminantes singulares que llevan a un mayor efecto de calentamiento por unidad de carburante utilizado. Los efectos radioactivos de los gases del tubo de escape de jets, incluidos el óxido nítrico, el dióxido de azufre, hollín y vapor de agua exacerban el efecto calentador de las emisiones de CO2 de los gases de tubo de escape. (6) De un modo perverso, por lo tanto, los militares de EE.UU. consumen combustibles fósiles en cantidades incomparables con cualquier otro consumo institucional y per cápita a fin de preservar el acceso estratégico al petróleo – una locura instigada por una serie de decisiones del ejecutivo.
Breve historia de la militarización de la energía
Diez de 11 recesiones de EE.UU. desde la Segunda Guerra Mundial han sido precedidas por aumentos repentinos del precio del petróleo… Mantener precios bajos y estables del petróleo es un imperativo político asociado con las economías modernas basadas en el petróleo. En 1945, EE.UU. construyeron una base aérea en Dhahran, Arabia Saudí, el comienzo de la garantía de acceso permanente de EE.UU. a petróleo de Medio Oriente recientemente descubierto. El presidente Roosevelt había negociado un quid pro quo con la familia real saudí: protección militar a cambio de petróleo barato para los mercados y militares de EE.UU. Eisenhower poseía gran presciencia sobre el crecimiento en la posguerra después de la Segunda Guerra Mundial por el dictado de política nacional por una industria permanente basada en la guerra y la necesidad de vigilancia y participación ciudadana para controlar el complejo “militar industrial”. Sin embargo, tomó una decisión desafortunada sobre la política energética, que colocó a EE.UU. y al mundo en un camino del cual tenemos que encontrar la manera de salir.
El excelente informe de la Comisión Paley de 1952 propuso que EE.UU. basara su economía sobre fuentes de energía solar. El informe también presentó una fuerte evaluación negativa de la energía nuclear y llamó a realizar “investigación agresiva en todo el terreno de la energía solar” así como investigación y desarrollo de energía eólica y de biomasa. En 1953, el nuevo presidente Eisenhower hizo caso omiso de la recomendación del informe e inauguró “Átomos por la Paz”, pregonando la energía nuclear como el nuevo milagro energético del mundo que será “demasiado barata como para ser medida”. Esta decisión no solo lanzó al país (y al mundo) por un camino aciago de energía nuclear, sino también ancló la centralidad de petróleo, gas y carbón dentro de la economía de EE.UU.
A fines de los años setenta, la invasión soviética de Afganistán y la Revolución Iraní amenazaron el acceso de EE.UU. al petróleo de Medio Oriente, lo que llevó a la doctrina belicista del presidente Carter en su mensaje sobre el Estado de la Unión de 1980. La Doctrina Carter sostiene que cualquier amenaza al acceso de EE.UU. al petróleo de Medio Oriente enfrentará resistencia “por cualesquiera medios necesarios, incluida la fuerza militar”.
Carter reforzó su doctrina al crear la Fuerza Conjunta de Tareas de Rápido Despliegue, cuyo propósito era emprender operaciones de combate en el área del Golfo Pérsico cuando fuera necesario. Ronald Reagan intensificó la militarización del petróleo con la formación del Comando Central de EE.UU. (CENTCOM), cuya razón de ser era asegurar el acceso al petróleo, disminuir la influencia de la Unión Soviética en la región, y controlar a regímenes en la región en función de los intereses de seguridad nacional de EE.UU. Con la creciente dependencia del petróleo de África y de la región del Mar Caspio, EE.UU. ha aumentado desde entonces su capacidad militar en esas regiones.
En 2003, la doctrina de uso de fuerza cuando fuera necesaria de Carter fue realizada con “conmoción y pavor”, en lo que fue el uso más intensivo y derrochador uso de combustible fósil que el mundo haya presenciado. Hay que recordar, también, que cuando cayó Bagdad, las tropas invasoras de EE.UU. hicieron caso omiso del saqueo de escuelas, hospitales y de una instalación de energía nuclear, así como de museos nacionales y el incendio de la Biblioteca y Archivos Nacionales donde había una documentación sin par, irremplazable, de la “cuna de la civilización”. Los militares de EE.UU., sin embargo, se apoderaron y protegieron de inmediato la sede del Ministerio del Petróleo iraquí y colocaron a 2.000 soldados para salvaguardar los campos petrolíferos. (7) Primero lo más importante.
Muchos factores han convergido y se han aclarado con el pasar del tiempo, que apoyan la afirmación de que, esencialmente, la guerra de Iraq fue una guerra por petróleo. La eliminación de armas de destrucción masiva, el derrocamiento de un dictador tiránico, la eliminación de terrorismo vinculado al 11-S, el empleo de la diplomacia de cañonera para instalar la democracia y los derechos humanos – fueron en gran parte pretextos para el petróleo. Alan Greenspan lo dijo sinceramente: “Me entristece que sea políticamente inconveniente reconocer lo que todos saben: la guerra de Iraq tiene que ver en gran parte con petróleo”. (8)
A medida que nos acercamos al pico en la producción de petróleo, es decir, el punto de disminución de los resultados de la exploración y producción de petróleo y de mayores precios del petróleo, la parte de la producción global de los países de la OPEC “aumentará de 46% en 2007 a un 56% en 2030. “Iraq tiene las terceras reservas por su tamaño de petróleo; Iraq y Kazajstán son “dos de los cuatro principales países con los mayores aumentos de producción [de petróleo] pronosticados de 2000 a 2030. Medio Oriente y Asia Central son, previsiblemente, epicentros de las operaciones militares y guerras de EE.UU. Un informe de 2006 sobre seguridad nacional y dependencia del petróleo de EE.UU. publicado por el Consejo de Relaciones Exteriores concluyó que EE.UU. debe mantener “una fuerte postura militar que permita despliegues de una rapidez adecuada a la región [del Golfo Pérsico]” durante por lo menos 20 años. Los militares profesionales de EE.UU. están de acuerdo y se preparan para la perspectiva de una “lucha armada en gran escala” por el acceso a recursos energéticos.
Dónde estamos
La seguridad nacional de EE.UU. ha sido reducida en gran parte a seguridad energética, lo que nos ha llevado a militarizar nuestro acceso al petróleo mediante el establecimiento de una presencia militar en las regiones poseedoras de petróleo del mundo y la instigación del conflicto armado en Iraq, sosteniéndolo en Afganistán y provocándolo en Libia. La guerra aérea en Libia ha otorgado alguna atención y fuerza al nuevo Comando África (AFRICOM) de EE.UU. –en sí otra extensión de la Doctrina Carter–. Unos pocos comentaristas han concluido que la guerra de la OTAN en Libia es una intervención militar humanitaria justificable. El juicio más penetrante, considero, es que la guerra aérea violó la Resolución 1973 del Consejo de Seguridad de la ONU, la Constitución de EE.UU., y la Ley de Poderes de Guerra; y que establece un precedente y “modelo para cómo EE.UU. utiliza la fuerza en otros países donde sus intereses son amenazados”, para citar a funcionarios del gobierno. La guerra aérea en Libia es otro revés para la diplomacia no militarizada; marginó a la Unión Africana y estableció un camino para más intervención militar en África cuando estén en juego intereses de EE.UU. ¿Es un modelo para futuras guerras la guerra aérea? Si es así, sería un golpe mortal para el planeta. Este insaciable militarismo es el mayor contribuidor institucional a los crecientes desastres naturales intensificados por el cambio climático global.
Postdata
En agosto de 2010, mientras concebía esta serie “La guerra y la verdadera tragedia de los ejidos”, fuegos incontrolados causados por la sequía y olas de calor consumían amplias áreas de Rusia y asfixiaban a Moscó con contaminación del aire. Un miembro de la Academia Rusa de Ciencias advirtió que los vientos inducidos por el fuego podrían transportar partículas radioactivas a cientos de kilómetros del bosque en fuego alrededor de Chernóbil, llegando a ciudades en Rusia e incluso en Europa Oriental. El mismo riesgo existe en regiones en otros sitios contaminadas con desechos radioactivos y puestas en peligro por incendios incontrolados. Mientras ocurrían los incendios rusos, más de uno de cada diez paquistaníes fueron desarraigados, convertidos en dependientes de ayuda alimentaria y puestos en peligro por enfermedades por las peores inundaciones en la historia escrita, inundaciones que afectaron a un quinto del país, desde la región noroeste al sur. Pakistán –una potencia nuclear altamente militarizada con tensas relaciones con su vecino nuclear, India, cuya área fronteriza con Afganistán es una zona de guerra, y dentro de cuyas fronteras la CIA realiza una guerra de drones – da prioridad al militarismo por sobre el desarrollo. Se encuentra en el sitio 15 en fuerza militar global y 141 de 182 países en el Índice Global de Desarrollo Humano.
En el verano de 2011, mientras completaba la serie, incendios forestales quemaron casi 21.230 hectáreas en, y alrededor de, las instalaciones de producción de armas nucleares y de almacenamiento de desechos en el Laboratorio Nacional Los Álamos. Entre los materiales radioactivos y desechos en peligro había hasta 30.000 tambores de 208 litros de desechos contaminados con plutonio almacenados en carpas de tela, esperando su transporte a un vertedero de baja radiación en el sur de Nuevo México. Dos meses después, Vermont sufrió sus peores inundaciones y los daños resultantes de todos los tiempos, sin que ninguna parte del Estado dejara de ser afectada por la Tormenta Tropical Irene – considerada una de los diez más costosas en la historia de EE.UU.
En coincidencia con estas tragedias ecológicas intensificadas por el calentamiento global, se encuentra el continuo trueque en el presupuesto federal de EE.UU. entre la defensa militarizada y la auténtica seguridad humana y medioambiental. EE.UU. contribuye más de un 30% de los gases de calentamiento global a la atmósfera, generados por un 5% de la población del mundo y el militarismo de EE.UU. Los trozos de la torta presupuestaria federal de EE.UU. que financian educación, energía, medioambiente, servicios sociales, vivienda y creación de más empleo, reciben en conjunto menos financiamiento que el presupuesto militar, de defensa. El ex secretario del Trabajo, Robert Reich, ha calificado el presupuesto militar de programa de empleo apoyado por el contribuyente y argumenta a favor de volver a priorizar los gastos federales en empleos en la energía verde, la educación y la infraestructura – la verdadera seguridad nacional.
EE.UU. tiene la riqueza (que rellena actualmente el presupuesto de defensa) y la capacidad técnica para revolucionar su economía energética y convertirla en unas pocas décadas en una economía basada en la eficiencia y en fuentes renovables de energía, eliminando así un factor crítico de demanda de nuestro Goliat militar. ¿Hasta qué punto sería costoso eliminar causas subyacentes de guerra e injusticia, como ser la pobreza y la desigualdad de género, y restaurar el entorno natural? En su libro más reciente: Plan B 4.0: Mobilizing to Save Civilization, Lester Brown estima que la erradicación de la pobreza, la educación de mujeres, el suministro de recursos reproductivos y la restauración de bosques en todo el mundo costaría un tercio del presupuesto de defensa de 2008 de EE.UU. El problema no son los dineros públicos.
Otro feroz factor de demanda es el pulpo de las compañías de la industria de la defensa que extiende sus tentáculos a casi todos los Estados y que controla a la mayoría de los congresistas. Por lo tanto, otro recurso vital escaso –algún mineral en un lecho marino en disputa, por ejemplo– podría reemplazar al petróleo y convertirse en el próximo punto álgido para más fortalecimiento y reacción militar, a menos que se cape al complejo militar-industrial.
Tal vez el factor más escurridizo de la guerra son los valores que subyacen a la tradición y a la costumbre de soluciones militarizadas. La guerra refleja la cultura de un país. El militarismo de EE.UU. –desde su entrenamiento, tácticas y logística a sus motivos para ir a la guerra y sus armas de guerra– está claramente conformado por elementos clave de la identidad estadounidense. Esas fuerzas culturales determinantes son, según el historiador militar Victor Davis Hanson: destino manifiesto; mentalidad de vaqueros del lejano oeste; individualismo extremo y lo que llama “independencia agresiva”; capitalismo de mercado descontrolado; el ideal de meritocracia (no importa de qué clase se sea, uno puede ascender a la cúspide de las fuerzas armadas de EE.UU.); y una fascinación por las máquinas, la modernidad y la movilidad. Todo converge para generar una tecnología bélica mayor, mejor y más destructora. Agrega que la integración de los militares a la sociedad es facilitada por el derecho a portar armas según la Segunda Enmienda.
Esta competencia cultural por la guerra de alta tecnología, con sus orígenes en nuestra pasada aniquilación de los americanos nativos, puede ser el némesis de nuestra sociedad a menos que realicemos una introspección crítica sobre nuestros valores culturales y personales y nos comprometamos activamente con su transformación. Hay una multitud de contracorrientes en nuestra sociedad que han cuestionado profundamente el perfil cultural dominante pintado en palabras por el militarista Hanson: los movimientos feministas y por los derechos civiles, los movimientos contra la guerra y por la paz, los medios públicos intelectuales y progresistas, los estudios de justicia y paz, los trabajadores progresistas sindicales y de la salud, los movimientos cooperativos y de las comunidades de transición y el puñado de políticos progresistas, entre otros. El desafío es ahora construir influencia vocal, de cohesión social e influencia pública para nuestros valores compartidos de un sentido de comunidad, conexión con la naturaleza, preocupación por los explotados y sed de equidad y justicia contra los mensajes dominantes del mercado de riqueza, prestigio social, imagen, poder a través de la dominación y el enfrentamiento de conflictos con la fuerza.
“Una nación que sigue, año tras año, gastando más dinero en defensa militar que en programas de progreso social se acerca a la muerte espiritual”. – Martin Luther King
Notas:
1. Barry Sanders (2009), "The Green Zone: The Environmental Costs of Militarism," Oakland, California: AK Press, p.39.
2. Barry Sanders (2009), "The Green Zone: The Environmental Costs of Militarism," Oakland, California: AK Press, p.51.
3. Barry Sanders (2009), "The Green Zone: The Environmental Costs of Militarism," Oakland, California: AK Press, pps.50, 61 para datos en esta sección.
4. Unidades de dióxido de carbono equivalentes a las emisiones de gas invernadero en su conjunto.
5. Esta cifra es conservadora porque no existen cifras creíbles del consumo militar de combustibles búnker navales para el transporte de combustible y soldados. Tampoco hubo datos sobre el uso o liberación de productos químicos de gases invernaderos intensivos en la guerra, incluidos halón, un químico extinguidor de incendios agotador de ozono prohibido en EE.UU. desde 1992 para producción y uso civil, pero permitido para uso en “misión crítica” por el DoD.
6. George Monbiot (2006), "Heat: How to Stop the Planet from Burning," citado en Sanders, p.72.
7. Chalmers Johnson (2010), "Dismantling the Empire: America's Last Best Hope," New York: Metropolitan Books. pp.40-51.
8. Citado en Liska and Perrin, p.9.
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H. Patricia Hynes es profesor de salud medioambiental en retiro en la Escuela de Salud Pública de la Universidad y Presidenta del consejo de Traprock Center for Peace and Justice en Massachusetts occidental.
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