Manifiesto campesino
El Viejo Topo_25-12-2011
Sobre el libro de Silvia Pérez-Vitoria, El retorno de los campesinos. Una oportunidad para nuestra supervivencia. Icaria, Barcelona, 2010, 207 páginas (edición original francesa 2005). |
La cuestión campesina nos concierne a todos. De ella depende nuestra alimentación y una gran parte de nuestro medio ambiente, de ella dependerá en un futuro cercano nuestro modo de vida, nuestra cultura. Es posible que no nos hagamos todos campesinos, pero es poco probable que nuestra sociedad tenga futuro sin un campesinado numeroso y fuerte.
Con estas palabras concluye Silvia Pérez-Vitoria su ensayo El retorno de los campesinos. Una oportunidad para nuestra supervivencia [ERDLC].Consta éste de una Introducción, la conclusión y seis capítulos: “En el comienzo fue la Tierra…”, “Del campesino al productor agrícola”, “Habilidades y técnicas”, “Producción y comercio”, “las Luchas campesinas” y “El siglo XXI será campesino… o no será nada”. Una de las finalidades básicas de la investigación queda expuesta en la introducción del volumen: “Si preguntamos sobre la liberación que el progreso tecnológico ofreció a las mujeres, resulta que una agricultora nos cuenta cómo la mecanización del ordeño de las vacas le hizo perder una función social que iba mucho más allá de la simple tarea que debía realizar. Si hablamos de las maravillas de la tecnología agronómica, los campesinos del mundo entero pueden testificar sobre las aberraciones que se les obligó aceptar, sobre la incompetencia de los que iban a aconsejarles y de las consecuencias de lo que les impusieron. Estos pocos ejemplos lustran aquello que el discurso tecnocrático dominante ha tapado. Este libro querría, a la vez, revelar todo lo que ese discurso enmascara y llamar a la interrupción de esta masacre del campesinado que perjudica tanto a los campesinos como a todo el planeta” (p. 16)
ERDLC es una aproximación a la cultura, a la historia y al trabajo del campesinado. Un documentado manifiesto a su favor, una apología argumentada de su importancia para la prosecución equilibrada de la vida en nuestro planeta, que parte de una situación de enorme desequilibrio. En América Latina dos tercios de las tierras pertenecen al 1,5% de los propietarios; en África, las propiedades de las tres cuartes partes de los campesinos no representan más que el 4% del total de las tierras (p. 25). Por lo demás, el número de campesinos sin tierra en el mundo no deja de crecer. Estamos en los 500 millones.
En ERDLC pueden leerse historias esperanzadoras como la siguiente (pp. 174-177): En Cádiz, unos campesinos sin tierra lograron instalarse en un terreno mediocre dejando largo tiempo en barbecho. En apenas dieciocho años, la cooperativa que constituyeron sigue en plena acción. Elaboraron un proyecto de vida y a la vez de experimentación agrícola. Están, además, en el origen de la creación de un movimiento colectivo de mejora del ambiente. Manolo y Enrique, campesinos sin tierra, miembros del SOC en su momento, dos de los fundadores, jamás habían tenido un huerto en propiedad. Habían trabajado en su juventud en las plantaciones de los grandes propietarios de Andalucía o de los viticultores franceses. Impregnados de ideales anarquistas, se desmarcaron de los procedimientos autoritarios que, según la autora, se desarrollaron en el sindicato campesino. Después de muchas luchas y dificultades humanas, formaron la Cooperativa La Verde que funciona sobre 14 Ha en producción hortense biológica; nueve de estas hectárea son propiedad del Estado y las cinco restantes son de la cooperativa. La cría de unas ovejas y algunos cerdos para consumo propio completan su producción y contribuye a la fertilización.
Formaban la cooperativa en 2005, seis miembros: cuatro hombres y dos mujeres. Tres de ellos habían sido obreros; los otros tres son jóvenes. La opción de desarrollar una actividad biológica proviene de la sensibilidad del grupo a los problemas ambientales. A partir de la adquisición de conocimientos con especialistas pero, sobre todo, con campesinos tradicionales, estos nuevos campesinos pudieron desarrollar una producción muy diversificada de hortalizas y frutas con un sistema apenas mecanizado y sin insumos químicos. La Verde ha implantado también un circuito de compra y de venta para los horticultores biológicos de los alrededores. Un miembro de la cooperativa realiza un recorrido tres veces por semana por las ciudades de los alrededores llevando los productos a los consumidores. La cooperativa pretende salvar las variedades locales en vías de desaparición y contribuir de este modo a preservar la biodiversidad de la región. Han establecido un banco de semillas. La Verde aspira a que su experiencia contribuya a la modificación del ambiente agrícola local. Su consumo está lejos de los modelos urbanos. “Mediante su centro de recepción y de venta de los productos locales se establecen complementariedades en el momento de la siembra y de la cosecha, a fin de que los productos no lleguen todos al mismo tiempo para su venta” (pp. 176-177). Lo que importa no es la competitividad sino la solidaridad. Esta es el principio que rige en la Cooperativa La Verde, un intento apenas conocido, para nuestra propia vergüenza, en otras localidades españolas. Como en “Bread and Roses”: ¿Podemos? Sí, podemos.
Silvia Pérez-Vitoria es precisa y contundente en sus críticas a conceptos como “comercio justo” o “desarrollo sostenible”, al igual que en su exposición de términos como soberanía alimentaria, central sin duda en su argumentación y propuesta política. Lo mismo puede afirmarse de sus aproximaciones a instituciones como la FAO. Es posible, sin embargo, que no haya tenido suficientemente en cuenta aspectos no tan positivos de la cultura e historia campesinas, probablemente no sea éste el objetivo de su intervención, y en ocasiones tal vez haya mostrado al campesinado como un todo demasiado homogéneo no atravesado por conflictos sociales interno. No es el punto ahora. Cabe aquí señalar, eso sí, que algunas aproximaciones a temas históricos, a tradiciones emancipatorias no anarquistas o a la ciencia y tecnología contemporáneas, exigirían, en mi opinión, más de un matiz que la autora no introduce. Por lo demás, la tradición anarquista es presentada de manera excesivamente inmaculada. Daré algunos ejemplos de ello.
Para contraponer ciudad (cegada y consumista)-campo (productivo y equilibrado), Pérez Vitoria señala que “en Nicaragua, en la época del gobierno sandinista, el bloqueo estadounidense había causado cierta escasez y la población de la capital, Manugua, se quejaba de “falta de todo”. En el campo, el discurso era diferente: la gente se preocupaba sobre todo de asegurar la cosecha y de venderla. El universo maravilloso de la “sociedad del consumo” no es el mundo campesino” (p. 185). Tampoco era entonces un universo consumista el de los trabajadores y pobladores de las ciudades nicaragüenses: no toda la “población” de Managua se quejaba de la falta de todo. Ni mucho menos. Eran voces interesadas las que abonaban esa afirmación. Las mismas voces que años atrás en Chile.
La violencia ejercida por la ciencia contra la naturaleza, en opinión de Pérez-Vitoria, está a la altura de la que han ejercido los poderes dominantes contra los campesinos (p. 186). Lo más importante es que “para intentar recuperar lo que aún se puede, la ciencia no nos ayuda en nada”. Su justificación de esa creencia: “Como afirman los partidarios de la agroecología, sólo partiendo de los saberes locales se podrá reconstruir una naturaleza viable. Los campesinos son indispensables para conseguirlo. A pesar de la empresa de demolición sistemática del campesinado tradicional, este sobrevive y hay que restituirle su rango en el orden del conocimiento”. ¿No conoce Pérez-Vitoria ningún científico entre los agroecólogos a los que se refiere? ¿No es inconsistente esa tesis sobre “una ciencia que no nos puede ayudar en nada” con su inmediata afirmación de que “la ciencia y la técnica pueden hacer algunas aportaciones”? (p. 186). ¿No es Vandana Shiva, autora a la que cita en repetidas ocasiones, una científica activista? ¿No son legión los científicos que en el mundo abogan por el principio de precaución y que están alejados de todo desarrollismo y cientificismo cegador?
Para los marxistas, señala Pérez-Vitoria, la propiedad de la tierra es una de las formas de la apropiación privada de los medios de producción. “Este análisis condujo a la mayor parte de los llamados países socialistas a nacionalizar las tierras con el fin de eliminar esa “relación burguesa” y a transformar la “propiedad privada” en “propiedad pública” o “estatal”. Esta destrucción de la pequeña propiedad familiar tuvo consecuencias catastróficas en la producción agrícola” (p. 23). No se trata de ocultar, olvidar o negar errores, desaguisados o incluso catástrofes, pero, ¿ese es el justo e informado balance que debe hacerse de toda la tradición marxista urbi et orbe? ¿Fueron, por ejemplo, tan ciegos en ese ámbito el PSOE y el PCE durante la II República y la guerra civil? ¿Acertaron siempre los anarcosindicalistas en sus prácticas colectivizadoras?
Silvia Pérez-Vitoria abre su volumen con unas palabras del a veces injustamente olvidado Helder Cámara: “Cuando uno sueña solo, no es más que un sueño; cuando soñamos juntos, es el comienzo de la realidad”. Si la autora ha soñado al escribir este magnífico libro, no lo ha hecho en solitario.
Salvador López Arnal es autor de Entre clásicos (La Oveja Roja, Madrid, en prensa).
Con estas palabras concluye Silvia Pérez-Vitoria su ensayo El retorno de los campesinos. Una oportunidad para nuestra supervivencia [ERDLC].Consta éste de una Introducción, la conclusión y seis capítulos: “En el comienzo fue la Tierra…”, “Del campesino al productor agrícola”, “Habilidades y técnicas”, “Producción y comercio”, “las Luchas campesinas” y “El siglo XXI será campesino… o no será nada”. Una de las finalidades básicas de la investigación queda expuesta en la introducción del volumen: “Si preguntamos sobre la liberación que el progreso tecnológico ofreció a las mujeres, resulta que una agricultora nos cuenta cómo la mecanización del ordeño de las vacas le hizo perder una función social que iba mucho más allá de la simple tarea que debía realizar. Si hablamos de las maravillas de la tecnología agronómica, los campesinos del mundo entero pueden testificar sobre las aberraciones que se les obligó aceptar, sobre la incompetencia de los que iban a aconsejarles y de las consecuencias de lo que les impusieron. Estos pocos ejemplos lustran aquello que el discurso tecnocrático dominante ha tapado. Este libro querría, a la vez, revelar todo lo que ese discurso enmascara y llamar a la interrupción de esta masacre del campesinado que perjudica tanto a los campesinos como a todo el planeta” (p. 16)
ERDLC es una aproximación a la cultura, a la historia y al trabajo del campesinado. Un documentado manifiesto a su favor, una apología argumentada de su importancia para la prosecución equilibrada de la vida en nuestro planeta, que parte de una situación de enorme desequilibrio. En América Latina dos tercios de las tierras pertenecen al 1,5% de los propietarios; en África, las propiedades de las tres cuartes partes de los campesinos no representan más que el 4% del total de las tierras (p. 25). Por lo demás, el número de campesinos sin tierra en el mundo no deja de crecer. Estamos en los 500 millones.
En ERDLC pueden leerse historias esperanzadoras como la siguiente (pp. 174-177): En Cádiz, unos campesinos sin tierra lograron instalarse en un terreno mediocre dejando largo tiempo en barbecho. En apenas dieciocho años, la cooperativa que constituyeron sigue en plena acción. Elaboraron un proyecto de vida y a la vez de experimentación agrícola. Están, además, en el origen de la creación de un movimiento colectivo de mejora del ambiente. Manolo y Enrique, campesinos sin tierra, miembros del SOC en su momento, dos de los fundadores, jamás habían tenido un huerto en propiedad. Habían trabajado en su juventud en las plantaciones de los grandes propietarios de Andalucía o de los viticultores franceses. Impregnados de ideales anarquistas, se desmarcaron de los procedimientos autoritarios que, según la autora, se desarrollaron en el sindicato campesino. Después de muchas luchas y dificultades humanas, formaron la Cooperativa La Verde que funciona sobre 14 Ha en producción hortense biológica; nueve de estas hectárea son propiedad del Estado y las cinco restantes son de la cooperativa. La cría de unas ovejas y algunos cerdos para consumo propio completan su producción y contribuye a la fertilización.
Formaban la cooperativa en 2005, seis miembros: cuatro hombres y dos mujeres. Tres de ellos habían sido obreros; los otros tres son jóvenes. La opción de desarrollar una actividad biológica proviene de la sensibilidad del grupo a los problemas ambientales. A partir de la adquisición de conocimientos con especialistas pero, sobre todo, con campesinos tradicionales, estos nuevos campesinos pudieron desarrollar una producción muy diversificada de hortalizas y frutas con un sistema apenas mecanizado y sin insumos químicos. La Verde ha implantado también un circuito de compra y de venta para los horticultores biológicos de los alrededores. Un miembro de la cooperativa realiza un recorrido tres veces por semana por las ciudades de los alrededores llevando los productos a los consumidores. La cooperativa pretende salvar las variedades locales en vías de desaparición y contribuir de este modo a preservar la biodiversidad de la región. Han establecido un banco de semillas. La Verde aspira a que su experiencia contribuya a la modificación del ambiente agrícola local. Su consumo está lejos de los modelos urbanos. “Mediante su centro de recepción y de venta de los productos locales se establecen complementariedades en el momento de la siembra y de la cosecha, a fin de que los productos no lleguen todos al mismo tiempo para su venta” (pp. 176-177). Lo que importa no es la competitividad sino la solidaridad. Esta es el principio que rige en la Cooperativa La Verde, un intento apenas conocido, para nuestra propia vergüenza, en otras localidades españolas. Como en “Bread and Roses”: ¿Podemos? Sí, podemos.
Silvia Pérez-Vitoria es precisa y contundente en sus críticas a conceptos como “comercio justo” o “desarrollo sostenible”, al igual que en su exposición de términos como soberanía alimentaria, central sin duda en su argumentación y propuesta política. Lo mismo puede afirmarse de sus aproximaciones a instituciones como la FAO. Es posible, sin embargo, que no haya tenido suficientemente en cuenta aspectos no tan positivos de la cultura e historia campesinas, probablemente no sea éste el objetivo de su intervención, y en ocasiones tal vez haya mostrado al campesinado como un todo demasiado homogéneo no atravesado por conflictos sociales interno. No es el punto ahora. Cabe aquí señalar, eso sí, que algunas aproximaciones a temas históricos, a tradiciones emancipatorias no anarquistas o a la ciencia y tecnología contemporáneas, exigirían, en mi opinión, más de un matiz que la autora no introduce. Por lo demás, la tradición anarquista es presentada de manera excesivamente inmaculada. Daré algunos ejemplos de ello.
Para contraponer ciudad (cegada y consumista)-campo (productivo y equilibrado), Pérez Vitoria señala que “en Nicaragua, en la época del gobierno sandinista, el bloqueo estadounidense había causado cierta escasez y la población de la capital, Manugua, se quejaba de “falta de todo”. En el campo, el discurso era diferente: la gente se preocupaba sobre todo de asegurar la cosecha y de venderla. El universo maravilloso de la “sociedad del consumo” no es el mundo campesino” (p. 185). Tampoco era entonces un universo consumista el de los trabajadores y pobladores de las ciudades nicaragüenses: no toda la “población” de Managua se quejaba de la falta de todo. Ni mucho menos. Eran voces interesadas las que abonaban esa afirmación. Las mismas voces que años atrás en Chile.
La violencia ejercida por la ciencia contra la naturaleza, en opinión de Pérez-Vitoria, está a la altura de la que han ejercido los poderes dominantes contra los campesinos (p. 186). Lo más importante es que “para intentar recuperar lo que aún se puede, la ciencia no nos ayuda en nada”. Su justificación de esa creencia: “Como afirman los partidarios de la agroecología, sólo partiendo de los saberes locales se podrá reconstruir una naturaleza viable. Los campesinos son indispensables para conseguirlo. A pesar de la empresa de demolición sistemática del campesinado tradicional, este sobrevive y hay que restituirle su rango en el orden del conocimiento”. ¿No conoce Pérez-Vitoria ningún científico entre los agroecólogos a los que se refiere? ¿No es inconsistente esa tesis sobre “una ciencia que no nos puede ayudar en nada” con su inmediata afirmación de que “la ciencia y la técnica pueden hacer algunas aportaciones”? (p. 186). ¿No es Vandana Shiva, autora a la que cita en repetidas ocasiones, una científica activista? ¿No son legión los científicos que en el mundo abogan por el principio de precaución y que están alejados de todo desarrollismo y cientificismo cegador?
Para los marxistas, señala Pérez-Vitoria, la propiedad de la tierra es una de las formas de la apropiación privada de los medios de producción. “Este análisis condujo a la mayor parte de los llamados países socialistas a nacionalizar las tierras con el fin de eliminar esa “relación burguesa” y a transformar la “propiedad privada” en “propiedad pública” o “estatal”. Esta destrucción de la pequeña propiedad familiar tuvo consecuencias catastróficas en la producción agrícola” (p. 23). No se trata de ocultar, olvidar o negar errores, desaguisados o incluso catástrofes, pero, ¿ese es el justo e informado balance que debe hacerse de toda la tradición marxista urbi et orbe? ¿Fueron, por ejemplo, tan ciegos en ese ámbito el PSOE y el PCE durante la II República y la guerra civil? ¿Acertaron siempre los anarcosindicalistas en sus prácticas colectivizadoras?
Silvia Pérez-Vitoria abre su volumen con unas palabras del a veces injustamente olvidado Helder Cámara: “Cuando uno sueña solo, no es más que un sueño; cuando soñamos juntos, es el comienzo de la realidad”. Si la autora ha soñado al escribir este magnífico libro, no lo ha hecho en solitario.
Salvador López Arnal es autor de Entre clásicos (La Oveja Roja, Madrid, en prensa).
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