Un mundo aquejado de malaria: Mosquiteras cuadrangulares para cabañas circulares
A finales del mes de abril, con motivo del Día Mundial contra la Malaria, asistí en Washington D.C. a un reunión de un reducido grupo de cooperantes, científicos sociales y otros profesionales dedicados a la tarea de distribuir mosquiteras tratadas con insecticida entre las mujeres y niños de las zonas rurales de África con el fin de protegerlos de la malaria.
Willard Shaw mostró una fotografía de una de las típicas cabañas entre las que distribuye este tipo de mosquiteras su organización, AED NetMark. En ella aparecía una mujer esbelta envuelta en un tejido vistoso y descolorido, en el centro de su cabaña circular con paredes de adobe y techo de paja. La cabaña debía de tener en el centro una altura de unos dos metros y un radio de uno y medio aproximadamente. A su alrededor se veían dispersas sus pertenencias: unos cuantos pucheros y una estera para dormir. Sostenía entre las manos una mosquitera tratada con insecticida pensada para mantenerla suspendida sobre la zona en que duerme.
Hecha de aquella malla azul y todavía envuelta en un plástico inverosímilmente resplandeciente, parecía un objeto traído desde el espacio hasta el interior de la cabaña.
Era grande y cuadrangular.
La cabaña era pequeña y circular.
Mosquiteras cuadrangulares para cabañas circulares. ¿Hace falta decir algo más? La mosquitera cuadrangular (que no incluye ninguna cuerda para colgarla, suele tener dimensiones inadecuadas para las cabañas de allí, recuerda a muchos a un sudario, puede ser para otros lo más valioso que posean y, por tanto, pueden incluso mantenerla escondida durante años en lugar de utilizarla, o puede acabar hecha jirones y emplear los pedazos para separar la estancia o utilizarlos como red de pesca o como velo nupcial) no tiene nada que ver con el absurdo rayo láser para matar mosquitossobre el que escribí el pasado mes de marzo. No, la mosquitera tratada con insecticida es una invención célebre por reducir drásticamente la mortalidad infantil en un 20 por ciento, y ha servido precisamente para eso en muchos lugares de todas las regiones del mundo aquejadas de malaria. Representa una medida importante, eficaz y fácil de distribuir que salvará y está salvando ya la vida de mujeres y niños ante la malaria. Y llegarán más. La organización Roll Back Malaria Partnership ha pedido 730 millones de mosquiteras tratadas con insecticida para cubrir todo el África subsahariana, y ONG como Idol Gives Back, Malaria No More o Nothing But Nets han salido con todos sus efectivos para recaudar miles de dólares exactamente para eso.
Y, sin embargo, según Shaw, en muchos lugares casi la mitad de todas esas mosquiteras con las que se ha invadido África no se están utilizando como se pretendía. Se revenden, se atesoran o se cortan en pedazos para destinarlas a otros usos.
Tal vez no sea el resultado buscado, pero quizá tampoco importe demasiado. Si se amontonan millones de mosquiteras por toda África, muchas, muchísimas se utilizarán de la forma adecuada, aun cuando una parte importante no se use correctamente. Y, por consiguiente, la malaria amainará.
Pero el fenómeno indica una desconexión importante entre nuestra forma de tratar de ayudar a las mujeres y niños pobres del extranjero. La mosquitera tratada con insecticida fue una idea fantástica que se les ocurrió a los científicos occidentales y que las agencias de ayuda humanitaria adoptaron... no porque las mujeres y niños africanos que iban a ser sus beneficiarios las quisieran, sino porque a nosotros nos resulta cómodo fabricarlas y recaudar fondos para adquirirlas y distribuirlas. Nosotros hemos sido los cerebros de la solución, no ellos. Y esta es la razón por la que hay personas como Willard Shaw que tienen que poner en marcha programas educativos y de formación en las comunidades rurales de África para instar a la población a que utilice realmente las mosquiteras que se les entregan.
En realidad, se trata más exactamente de un paso atrás. Si queremos ayudar a las mujeres pobres y a sus hijos, ya sea para protegerlos de la malaria, para sacarlos de la pobreza o para impedir que contraigan otras enfermedades, debemos hacer las cosas justamente en sentido contrario. Ayudándolos a que se les ocurra su propia solución. Escuchando. Y, luego, tratando de ayudar.
Tal vez algunos quieran mosquiteras cuadrangulares para cabañas circulares. Pero quizá otros no.
En África, los destinatarios de las mosquiteras contra la malaria no las utilizan
Pese a los defectos de diseño, las mosquiteras tratadas con insecticida son eficaces. Pero para combatir mejor las enfermedades de la pobreza deberíamos capacitar a los propios afectados para que encontraran su propia solución.
A finales de abril, con motivo de la celebración del Día Mundial contra la Malaria, se instaba a los espectadores del programa televisivo American Idol a donar diez millones de dólares para adquirir mosquiteras tratadas con insecticida para salvar a un niño africano de la malaria, el azote transmitido por la picadura de un mosquito que contagia a unos 300 millones de personas cada año y mata casi a un millón.
La premisa que subyace a la idea de las mosquiteras tratadas con insecticida es sencilla. Esas tules impiden que los mosquitos que transmiten la malaria piquen a las personas mientras duermen, y el insecticida repele y mata a los insectos. Los expertos en salud mundial afirman que utilizar las mosquiteras puede reducir en un 20 por ciento la mortalidad infantil en las regiones aquejadas de malaria.
Pero aun cuando lluevan las donaciones y se amontonen millones de mosquiteras en los almacenes de toda África, las agencias de ayuda humanitaria y las ONG lidian calladamente con un problema: los datos indican que, al menos en algunos lugares, casi la mitad de la población africana que tiene acceso a las mosquiteras se niega a dormir cubierta con ellas.
La razón acierta en el corazón del problema de nuestros esfuerzos para erradicar las enfermedades de los más pobres. Cuando a finales de la década de 1990 los científicos idearon las mosquiteras tratadas con insecticida, fueron elogiadas por los donantes y las agencias de ayuda internacional como panacea contra la malaria. A diferencia de casi todas las demás medidas para combatir la enfermedad, incluida la mejora de las viviendas y la red de saneamiento, los medicamentos antipalúdicos y las campañas de fumigación, las mosquiteras maceradas en insecticida son baratas y fáciles de utilizar. Requieren poca infraestructura sobre el terreno, lo cual también reviste mucha importancia. Un único voluntario con una motocicleta puede distribuir centenares de mosquiteras en un día, incluso en las zonas más remotas. No requieren ser almacenadas en cámaras frigoríficas como los medicamentos y las vacunas, ni profesionales sanitarios especializados que supervisen la dosificación.
Hasta la fecha, las agencias de ayuda internacional, las ONG y USAID han destinado millones de dólares a poner en manos de los habitantes pobres del África subsahariana mosquiteras tratadas con insecticida. La agencia internacional Roll Back Malaria Partnership se propone pedir ahora otros 730 millones de unidades.
Pero, como reconocerán incluso los defensores más incondicionales de las mosquiteras, no se diseñaron teniendo en cuenta las preferencias culturales de la población de las zonas rurales de África. Entre otras deficiencias de diseño, la tupida malla de que están hechas impide la circulación de aire, un problema de ventilación grave en los lugares cálidos y húmedos en donde anida la malaria. Y, como han descubierto los antropólogos médicos con coherencia, como la malaria es tan habitual en gran parte del África subsahariana, y dada la gran mayoría de casos que remite sin tratamiento, muchos habitantes de las zonas rurales de África consideran que es una enfermedad menor, igual que pensamos los occidentales del catarro o la gripe. Una parte importante de quienes viven en zonas rurales cree también que la malaria no la causan sólo los mosquitos, sino también otros factores como los mangos o la fatiga.
En consecuencia, mientras que para nosotros representan un regalo que hacemos para salvar vidas, ellos ven en las mosquiteras un engorro que sólo les brinda protección parcial contra una enfermedad banal. ¿Debe extrañarnos que muchos las utilicen para pescar, como velos nupciales o para subdividir estancias (usos todos ellos documentados)? Aunque parezca una muestra de ingratitud, pensemos qué pasaría si las autoridades sanitarias, preocupadas por los 41.000 estadounidenses que cada año pierden la vida a causa de la gripe, inundaran Estados Unidos con mascarillas antivirales que hubiera que llevar puestas durante la temporada invernal de gripe. Donar mascarillas sería una medida sencilla, segura y eficaz que salvaría miles de vidas. Pero, ¿se las pondría la gente?
En una reunión reciente celebrada en Washington, un grupo de cooperantes, científicos sociales y empresarios implicados en diversos programas de distribución de mosquiteras se dieron cita para analizar el dilema que plantean. Todos coincidían en que, gracias a la magnitud del actual esfuerzo de distribución de mosquiteras, muchas acabarán colgadas sobre las esteras en que se duerme, aun cuando otras simplemente se atesoren, se revendan o se destinen a otros usos. De todos modos, se evitarán muchos casos de malaria.
Y luego, ¿qué? Las mosquiteras no duran eternamente. Al cabo de tres o cuatro años es preciso sustituirlas. Si los habitantes del lugar no se procuran otras nuevas, recogiéndolas en la clínica local o comprándolas, el apabullante esfuerzo actual de donación de mosquiteras tendrá que volver a empezar y repetirse indefinidamente.
Nadie en la sala subestimó el dilema, y se palpaba la frustración. «Se ve venir el naufragio», dijo alguien con voz acongojada.
No se trata de un problema irresoluble. Algunos grupos dedicados a la ayuda humanitaria, conscientes de la ambigüedad local que suscitan las mosquiteras, han puesto en marcha programas educativos para apoyar la tarea de distribución con el fin de instar a los habitantes más pobres de las zonas rurales a desplegar las mosquiteras que les han entregado y dormir en el interior. No es una medida fácil ni barata, como es lógico. Ese tipo de labores requiere tiempo y dinero; justamente lo que se suponía que las mosquiteras iban a ahorrar.
Tal vez haga falta construir un enfoque completamente nuevo. En lugar de idear soluciones para problemas remotos y, a continuación, dejárselas caer como en paracaídas (como no sólo hacemos con nuestra lucha contra la malaria, sino con infinidad de programas de ayuda dirigidos a paliar la pobreza extrema), deberíamos capacitar a los más pobres para que busquen ellos mismos la solución, y luego ayudarlos a pensar cómo implantarla.
Tal vez un proceso de esta naturaleza no conduzca a la invención de soluciones grandiosas ni a encontrar la piedra filosofal. Lo más probable es que demos con microsoluciones que varíen de un lugar a otro, de una aldea a otra. Pero favoreceríamos la independencia y, de paso, fomentaríamos la cooperación.. Y, sin duda, evitaríamos el derroche (y, en realidad, la ofensa) que supone aturdir a comunidades enteras con «regalos» que muchos no quieren ni utilizan.
Emplear armas más ecológicas en la batalla contra la malaria
Llevamos muchos años utilizando insecticidas como el DDT para combatir el azote de la malaria en los países en vías de desarrollo. Pero como el parásito de la enfermedad es cada vez más propenso a ofrecer resistencia al ataque químico, algunos países están obteniendo éxitos asombrosos eliminando del medio ambiente las condiciones que permiten prosperar a los mosquitos que la transmiten.
Llevamos más de medio siglo librando la batalla contra la malaria con medicamentos antipalúdicos muy fuertes e insecticidas poderosos para matar mosquitos, unas armas sacadas de la chistera de la química sintética. Sin embargo, en los últimos años, hartas de los reveses económicos y ecológicos de la guerra química, las comunidades aquejadas por malaria en lugares tan distantes entre sí como China, Tanzania o México llevan forjando un modo nuevo de combatir esta lacra: una idea inspirada en las enseñanzas de la ecología, y no de la química. En lugar de tratar de matar directamente a los mosquitos y los parásitos, los nuevos métodos apelan a la sutil manipulación de los hábitats humanos y al vaciado de las masas de agua locales (desde las charcas hasta las acequias) donde se incuban los mosquitos que transmiten la enfermedad.
El ejemplo más sorprendente procede de México, que ha abandonado por completo el, hasta la fecha, generoso uso del DDT contra la malaria sustituyéndolo por métodos sin insecticida y ha visto desplomarse el número de casos de la enfermedad.
Al igual que hicieran otros muchos países para combatirla, México recurrió durante décadas a los insecticidas, con los que, entre otras cosas, fumigaba agentes químicos para matar mosquitos entre las cuatro paredes de las viviendas donde descansan. Entre los años 1957 y 1999, domeñar a la malaria de México requirió 70.000 toneladas de DDT.
En 1998, en Oaxaca, la región del país más afectada por la enfermedad, se introdujeron nuevos métodos respetuosos con el medio ambiente, como el desbroce de vegetación contigua a los cauces de agua y de los alrededores de las viviendas. En el año 2002, los casos de malaria habían descendido desde los más de 17.500 hasta sólo 254, y México incorporó los nuevos métodos a su programa nacional contra la malaria. En el año 2000, el gobierno mexicano suprimió por completo el uso de DDT para controlar la malaria; en 2002 retiró también el uso de todos los demás insecticidas mientras seguía manteniendo a raya a la enfermedad. En 2008, el año más reciente del que existen datos en la Organización Mundial de la Salud, no se notificó ningún fallecimiento por malaria en México.
De manera similar, en Sichuan, China, los métodos nuevos y no químicos consistentes en la manipulación de caudales de agua de las acequias han desembocado en la práctica desaparición de la malaria, pues las tasas de incidencia de la enfermedad han caído del 4 por 10.000 en 1993 a menos del 1 por 10.000 en el año 2004. En Dar es Salaam, Tanzania, también se han cosechado triunfos semejantes contra la enfermedad sin recurrir a agentes químicos.
La malaria contagia hoy día a 300 millones de personas al año y mata casi a un millón; y aunque la incidencia de la enfermedad desciende en algunos países, sigue azotando a muchos otros.
Los nuevos métodos de control más ecológicos se basan en análisis precisos del conjunto de condiciones medioambientales que requiere la transmisión de la malaria en un determinado lugar. Aunque se suele considerar una enfermedad de la pobreza, la malaria es en igual medida un mal del medio ambiente. En parte se debe a que tanto los parásitos de la malaria como los mosquitos portadores prosperan en condiciones de calor y humedad.
Pero también se debe a que los mosquitos portadores de la malaria, todos ellos del género Anopheles, no se alejan nunca demasiado de donde nacen, y cada especie suele depositar sus huevos en un tipo de masa acuática concreta. Algunos prefieren aguas umbrías y en movimiento; otros requieren charcos soleados. Algunos soportan las aguas salobres, mientras que otros requieren agua limpia. Eso quiere decir que, si se logra reducir la exposición de las personas a los hábitats de los mosquitos que transmiten la malaria en una determinada zona, sufrirán menos picaduras y, por tanto, habrá menos enfermos.
La transmisión de la enfermedad también depende fundamentalmente del lapso de vida del mosquito. El parásito de la malaria no se vuelve inerte en el organismo del insecto hasta que completa un ciclo de entre 7 y 12 días de desarrollo. Eso significa que todo lo que disminuya la longevidad del mosquito (la escasez de lugares en que esconderse de los predadores, por ejemplo, o un exceso de sequedad) también puede resultar eficaz para sofocar el mal.
En Oaxaca, México, los especialistas en malaria han descubierto que el vector de la malaria local, el Anopheles pseudopunctipennis, cría en las aguas inmóviles y abarrotadas de algas de las orillas de los arroyos, y raras veces se aleja más de dos kilómetros de su lugar de nacimiento. Así, a partir de 1999, reclutaron voluntarios en las comunidades afectadas por la malaria para eliminar las algas verdes y la basura de los ríos y arroyos próximos a sus localidades.
«Como regalo», dice Jorge Mendez, antiguo director de la agencia contra la malaria de la Secretaría de Salud de México, «entregamos a la población pintura para pintar la casa y estimular la participación de la comunidad». La densidad de larvas de Anopheles disminuyó un 90 por ciento en un plazo de tres años. Además, las autoridades sanitarias mexicanas hicieron la vida más peligrosa para los mosquitos que sobrevivían eliminando la vegetación que había en torno a las viviendas, donde los mosquitos Anopheles se ocultan tanto de los predadores como de los rayos de sol, que los desecan. También suministraron medicamentos antipalúdicos profilácticos. El programa costó en última instancia un 75 por ciento menos que el basado en insecticidas al que sustituyó.
En Sichuan, China, el Anopheles hyrcanus prefiere el agua estancada de los arrozales, que por tradición se conservan inundados permanentemente. Una pauta de riego introducida en 1994 y consistente en alternar humedad y secano, que además ahorra agua, requería desecar periódicamente los arrozales. «Los chinos han perfeccionado el sistema hasta convertirlo en un arte», afirma Burton Singer, especialista de la Universidad de Princeton en malaria. El resultado fue que destruyeron los hábitats de la larvas del Anopheles, redujeron a cuatro veces menos la incidencia de la enfermedad y, por si fuera poco, incrementaron las cosechas.
En Dar es Salaam, Tanzania, el Anopheles gambiae deposita sus huevos en los sumideros obstruidos por los residuos y, por tanto, allí los agentes comunitarios iniciaron un programa de limpieza de sumideros e introdujeron en las cloacas el insecticida microbiológico Bacillus thuringiensis. «Ese fue el logro más asequible de todos», afirma Gerry Killeen, del Instituto de Salud Ifakara de Tanzania, «la gestión medioambiental más elemental y menos espectacular». Ocasionó un descenso del 30 por ciento en la cifra de transmisión de la malaria mediante el A. gambiae.
En zonas donde es inviable destruir o reducir los hábitats de los mosquitos existen otras técnicas muy útiles que pueden ser tan sencillas como garantizar que la gente baje los aleros de sus viviendas. Otros métodos que requieren más capital pueden ser apisonar las carreteras para evitar la formación de charcos e instalar sistemas de distribución de agua y saneamiento con agua corriente, de tal modo que sea menos necesario que las casas estén cerca de los depósitos de agua.
Todos estos programas, con sus variaciones, pero decididamente de baja tecnología, nos retrotraen a otra época de la historia, anterior a los productos químicos, cuando los encargados de controlar la malaria obtenían triunfos semejantes contra la enfermedad mediante pequeños reajustes del entorno local, sobre todo porque no les quedaban muchas más alternativas. En la década de 1930, en las minas de cobre de Zambia, por ejemplo, los especialistas de la época en malaria redujeron la incidencia de la enfermedad desbrozando terrenos, desatascando vías de agua locales y desecando zonas inundadas. En Panamá, cuando se construyó el canal a principios del siglo XX, los encargados de mantener a raya a la enfermedad desecaban ciénagas y cubrían estanques con una fina capa de aceite para asfixiar a las larvas en el marco de una estrategia de lucha contra la malaria en varios flancos que permitió que se construyera el canal. En el sur de Estados Unidos un conjunto de medidas similares contribuyó a erradicarla.
Los métodos de gestión medioambiental cayeron en desuso a partir de la Segunda Guerra Mundial con el desarrollo de una serie de insecticidas y medicamentos encabezados por el DDT y la cloroquina. Dondequiera que se empleen hoy día, al margen de cuáles sean las condiciones locales, los insecticidas y los medicamentos antipalúdicos modernos, potentes y muy efectivos, son capaces de acabar de forma rápida y barata con los mosquitos y los parásitos de la malaria. Se pueden distribuir incluso en las zonas más remotas con una infraestructura mínima.
Por el contrario, gestionar el ecosistema local para minimizar los vectores de la malaria requiere concentrar los esfuerzos de las comunidades locales y de expertos no sólo del ámbito de la salud, sino también entre los ecologistas, los agricultores y los ingenieros. Es una labor de trabajo intensivo. Es preciso drenar acequias, desatascar sumideros y eliminar vegetación. Y lo que en un lugar puede ser un bálsamo perfecto tal vez represente, en otro, lo peor que se puede hacer. «Los detalles de lo que se necesita dependen de las condiciones ecológicas locales», señala Singer. «No se puede trazar un plan maestro». Y aunque las campañas de fumigación, la distribución de medicinas o la entrega de mosquiteras tratadas con insecticida puedan reducir con rapidez la mortalidad causada por la malaria, obtener beneficios de los pequeños ajustes medioambientales puede costar años.
Y así hoy, aunque los agentes químicos predilectos han variado, no se ha alterado el énfasis sobre el control a base de productos químicos: en lugar del DDT y la cloroquina, tan frecuentes después de la Segunda Guerra Mundial, los compuestos químicos predilectos de nuestros días son principalmente los insecticidas a base de piretroides con los que se impregnan las mosquiteras y los medicamentos antipalúdicos a base de artemisinina, un extracto natural del ajenjo dulce.
La actual guerra contra la malaria en el África subsahariana, para la que la financiación de gobiernos y ONG se multiplicó por diez entre 1998 y 2008, requiere empapar de insecticidas otros 730 millones de mosquiteras, fumigar con ellos 172 millones de viviendas al año, destinar 228 millones de dólares a tratamientos para pacientes de paludismo y otros 25 millones a medicamentos preventivos para embarazadas... todo lo cual se verterá sobre el corazón de las regiones de África aquejadas de malaria, según ha expuesto el organismo coordinador de agencias de ayuda Roll Back Malaria Partnership. Hoy día hay 11 países que están desarrollando campañas formales para erradicar la enfermedad, y tras las campañas contra la malaria a base de productos químicos se han registrado de descensos importantes en la incidencia de la enfermedad en Guinea Ecuatorial, Zanzíbar, Santo Tomé y Príncipe, Ruanda y Etiopía.
Y, no obstante, por espectacularmente efectivos y universalmente aplicables que puedan ser estos métodos, no comportan la sostenibilidad a largo plazo que representan los métodos de gestión medioambiental. Ninguno de los métodos de control de la malaria mediante productos químicos dura más de un puñado de años. Cada tres o cuatro años es preciso sustituir or volver a macerar las mosquiteras en insecticida. Los medicamentos se deben administrar de forma continua. Las paredes interiores de los domicilios se deben volver a fumigar cada seis o doce meses.
Con la financiación y el compromiso político necesarios y sostenidos, los tratamientos contra la malaria a base de insecticidas y medicamentos podrían, en teoría, mantenerse indefinidamente. El problema es que, mientras tanto, el parásito y los mosquitos portadores del mismo pueden acabar siendo cada vez más hábiles para ofrecer resistencia al ataque químico. En algunas regiones del sudeste de Asia ya han aparecido parásitos delplasmodium capaces de sortear la acción mortífera de los medicamentos a base de artemisinina. En el año 2007, en algunas regiones de Tailandia y Camboya, los fármacos con artemisinina fracasaban hasta en un 30 por ciento de los casos de malaria y, en el año 2009, esos parásitos resistentes al compuesto se habían propagado a la zona meridional de Camboya. A los expertos les preocupa que sólo sea cuestión de tiempo que estas malarias resistentes a los medicamentos se propaguen hasta el corazón de la malaria del África subsahariana.
De manera similar, ya en 1993 se informó de que había mosquitos portadores de malaria capaces de resistir a los insecticidas a base de piretroides que se suelen emplear para tratar las mosquiteras, y desde entonces han aparecido también en el África subsahariana. En un estudio realizado en el año 2005 en Camerún hubo infecciones palúdicas exactamente en idéntico número de niños que utilizaran mosquiteras tratadas con insecticida que entre quienes las empleaban sin insecticida.
Aunque todavía se utiliza DDT en campañas de fumigación realizadas en espacios cerrados, la resistencia a este producto químico (y los insecticidas derivados de él) está muy extendida.
«Nuestros entusiastas programas van a volver a irse a pique en la ciénaga de la resistencia biológica», advirtió el experto en paludismo William Jobin el pasado mes de abril en el portal web científico MalariaWorld.
Por último, a medida que se va intensificando la guerra química contra la malaria, también aumenta el temor a la toxicidad. Si bien el volumen de DDT y demás insecticidas empleados en las campañas de fumigación contra el mosquito transmisor es minúscula en comparación con el que se emplea en usos agrícolas, a los ecologistas y los agricultores les preocupa que la cada vez mayor disponibilidad de DDT para controlar la enfermedad pueda traducirse en vertidos furtivos en granjas. También se cuecen preocupaciones en torno al problemade la eliminación de las mosquiteras tratadas con insecticidas, insuficientemente estudiado.
Los programas de gestión medioambiental de México, China y Tanzania aparecieron todos ellos siguiendo la estela precisamente de este tipo de preocupaciones. El programa de México, por ejemplo, se implantó después de firmar en 1996 un acuerdo con Estados Unidos y Canadá para suprimir paulatinamente todos los usos del DDT. El programa de regadío de Sichuan, en China, se instauró después de que el coste de implantar un programa de distribución de mosquiteras tratadas con insecticida entre 1986 y 1993 acabara siendo difícil de gestionar. En Dar es Salam los vectores de la malaria se habían adaptado a la presencia generalizada de mosquiteras aprendiendo a picar en espacios abiertos.
Tal vez los beneficios de las técnicas de gestión medioambiental (su sostenibilidad a más largo plazo, la capacidad para aprovechar la participación de la comunidad y el bajo coste global) inclinen la balanza en su favor también en otros frentes de la guerra contra la malaria. Mendez señala que las autoridades sanitarias de Ecuador y Nicaragua, por ejemplo, han acudido a México para aprender de su programa contra la malaria.
Muchos expertos confían en que estas técnicas, circunscritas todavía a un puñado de países, se generalicen aún más; no hasta sustituir por completo los métodos químicos, sino como alternativa complementaria para reducir el uso de insecticidas y medicamentos.
«Los métodos actuales son buenos para obtener una reducción espectacular de las cifras, pero la resistencia y la sostenibilidad a largo plazo son cuestiones pendientes», afirma Robert Bos, un científico experto de la Organización Mundial de la Salud. Y añade lo siguiente: «Tenemos que poner sobre la mesa un modelo nuevo para conseguir un control duradero [de la enfermedad]».
Traducido para Rebelión por Ricardo García Pérez
Fuentes:
http://msmagazine.com/blog/
http://www.e360.yale.edu/
Sonia Shah es autora de The Fever: How Malaria Has Ruled Humankind for 500,000 Years, que publicará el próximo mes de julio Sarah Crichton Books/Farrar, Straus & Giroux.
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