El mundo ha llegado al siglo XXI inmerso en una realidad global preocupante. A pesar del crecimiento económico prolongado, la desigualdad, la pobreza, la injusticia y la violencia que caracterizaron al siglo XX no han sido resueltas, e incluso en muchos casos se han agudizado. A todo esto, debemos sumarle el hecho de que los límites a ese crecimiento han comenzado a ser evidentes, mostrando un mundo sumido en una crisis ecológica impensada hasta hace pocas décadas. El ser humano y su vida en la Tierra, tal como la conocemos, corren peligro.
Esta crisis ecológica no es producto de problemas coyunturales, ni de políticas erradas, sino que tiene su raíz en los fundamentos básicos de la sociedad en que vivimos y su modo de producción, el capitalismo. No es por descuido, ni tendencia suicida de la humanidad que se produce la degradación ambiental, sino que se relaciona con la ausencia de control y planificación democrática y participativa de la economía. Son las relaciones sociales de producción y distribución de mercancías imperantes en nuestra sociedad, las que destruyen el ambiente en el que vivimos y del cual somos parte.
El capitalismo, al producir un desarrollo sin precedentes de las fuerzas productivas con el único objetivo de aumentar la ganancia privada de unos pocos y considerar al trabajo humano y a la naturaleza como mercancías, degradó al planeta en los últimos 200 años mucho más que en los anteriores 4000. El calentamiento global, la contaminación del agua, la desertificación, y otras formas en que la crisis ambiental se expresa, son consecuencias directas de la apropiación privada de los productos del trabajo y de la búsqueda insaciable de excedentes. ¿Es racional pensar que un sistema que ni siquiera puede aplicar el trabajo humano en función de las necesidades humanas inmediatas pueda hacerlo para evitar la degradación ambiental?
La producción destinada a la creación de valores de cambio para el mercado y no a valores de uso realmente necesarios para la población, requiere de un excesivo consumo energético y de bienes naturales para subsistir, y debe crear necesidades donde no las hay, desarrollando mercancías inútiles y de poca duración. El “American Way of Life”, el “tener” antes que el “ser”, las relaciones humanas mediadas por las cosas, son parte de una cosmovisión burguesa que se impuso como modelo dominante en el mundo occidental y que hoy ha llegado a su máxima expresión, ponerle precio hasta a la propia atmósfera. Los derechos de contaminación y de emisión de gases de efecto invernadero, así como los denominados “bonos verdes” son ejemplos de cómo detrás de un discurso “ambientalista” el sistema de mercado sigue intentando dominar e imponer su lógica en todo lo que lo rodea.
En su necesidad constante de producir y vender mercancías, el régimen capitalista se extiende hasta lugares antes inimaginados, se mercantiliza el aire, el agua y la tierra, los cuales pasan a convertirse en meras cosas pasibles de ser compradas en el mercado. Existe una contradicción insalvable entre la característica inherente del capitalismo de autoexpandirse constantemente y los límites concretos y tiempos mucho más prolongados que requiere la naturaleza para reproducirse.
La desigualdad que genera este sistema no es sólo de carácter económico, como bien es descripta y analizada por el marxismo clásico, sino que además toma el carácter de desigualdad ambiental ya que por un lado es desigual en el acceso a los bienes naturales (cada vez más los grandes monopolios controlan y concentran la propiedad de la tierra y el agua) y por el otro genera desigualdad en la posibilidad de vivir en un ambiente sano. Las clases altas pueden “comprar” su medio ambiente, mientras que en los barrios pobres se concentran los mayores niveles de contaminación y acumulación de desperdicios. Las clases medias y bajas generan valor y riqueza con sus trabajos, pero reciben la contaminación y los desechos del consumo desmesurado de las clases altas. Así también, la naturaleza provee de la materia prima necesaria para la producción y recibe los desechos de la misma. De esta forma, la tierra y el trabajador crean riqueza y reciben desperdicios; ese es el medio ambiente construido por el sistema capitalista.
La misma desigualdad se traduce a nivel mundial. Los países más ricos de la tierra son los mayores generadores de desperdicios y contaminación por su excesivo consumismo, así como también los mayores responsables del calentamiento global (80% de las emisiones de gases de efecto invernadero), a pesar de que representan sólo un 20% de la población. EE.UU es el caso más emblemático y su modo de vida debería ser ejemplo de lo que no se debe hacer. Es el mayor responsable de la crisis ambiental actual. Además, es el mayor productor de armas del mundo, y su ejército tiene bases en todos los lugares del planeta donde hay bienes naturales estratégicos, lo cual demuestra un intento de control imperialista del ecosistema.
Es por esto que todo intento por evitar la degradación de la naturaleza, debe volver a plantear la urgencia de la revolución, de un cambio radical que ponga un freno a la marcha de la historia hacia un desastre ecológico de escala planetaria. Como no es posible “ecologizar” al capitalismo, para frenar la degradación de la naturaleza y defender el buen vivir del ser humano en el ambiente del cual forma parte, debemos erradicar al Capital de las relaciones sociales y construir un mundo nuevo, justo, igualitario y ambientalmente sustentable.
América Latina es una de las regiones del mundo más privilegiadas y ricas en biodiversidad y en bienes naturales escasos como el agua dulce. Pero también tenemos una historia larga de saqueo de nuestros recursos que se inicia con la llegada de los conquistadores europeos, y no se detiene con las independencias nacionales. Millones de hombres y mujeres de los pueblos originarios del continente indoamericano, cuya relación con la madre tierra fue siempre incomprensible para el hombre occidental, fueron masacrados para hacer posible el saqueo del oro y la plata, y así financiar el nacimiento y desarrollo del capitalismo.
A pesar de que los pueblos de América Latina han sido saqueados y explotados por más de 5 siglos, para el sistema financiero mundial son las naciones del tercer mundo las que le deben a los países del primer mundo. Si contamos todo el oro y la plata que se han extraído de las montañas americanas, las miles de hectáreas de bosques nativos talados, las tierras arrasadas con los monocultivos, etc., y si a todo eso le agregamos los costos que implica contrarrestar el efecto del cambio climático del cual no somos responsables, la deuda se invierte. Son los países del primer mundo los que le deben a los países pobres. Por eso es imprescindible crear un movimiento latinoamericano que exija el no pago de la deuda externa, y el cobro de la deuda ecológica. Latinoamérica tiene el desafío histórico de conformarse en una región ecológicamente sustentable y socialmente igualitaria, y así convertirse en la vanguardia del cambio mundial.
Actualmente, a pesar del surgimiento de gobiernos populares con intenciones de cambio del modelo neoliberal de los 80 y 90, algunos con discursos de contenido socialista y otros más moderados, el modelo económico de tipo extractivista y dependiente de las fuentes de energía fósiles, no ha sido modificado. Sin embargo, en todo el continente, desde la sociedad civil, surgen movimientos sociales, organizaciones de base y asambleas ciudadanas que se constituyen democráticamente y se movilizan en defensa de su ambiente y su calidad de vida, enfrentando, así, a los proyectos económicos que atentan contra sus derechos. Pero estos, en general, son movimientos “defensivos”, que reaccionan ante la amenaza concreta, sin un proyecto de cambio estructural, por lo cual resulta imprescindible avanzar políticamente con un programa a largo plazo. Es necesario que los movimientos ecologistas comprendan que a pesar de poder alcanzar logros parciales en cuanto al cuidado de la naturaleza, no podremos resolver el problema si no cuestionamos el sistema capitalista. De igual forma, los gobiernos latinoamericanos que están cuestionando el neoliberalismo de los 90, pero no el sistema capitalista en sí, llegan a un límite político en el que se debe decidir si se avanza hacia un cambio social verdadero o se conforman con reformas parciales que no resuelven los problemas de fondo.
En la Argentina, con un gobierno que a pesar de su retórica progresista y algunas medidas que intentaron un cambio con respecto a la política neoliberal, la política ambiental no ha mejorado, y el modelo económico basado en la exportación de soja y minerales se ha intensificado. Este modelo trae consecuencias gravísimas para la sustentabilidad de nuestros bienes naturales y agravan significativamente la desigualdad ambiental.
El código minero argentino es vergonzoso, es el marco legal que posibilitó una trágica combinación entre saqueo y agotamiento de recursos naturales, autoritarismo empresarial, complicidad institucional y contaminación y degradación del ambiente. Las características de la minería han cambiado profundamente con el surgimiento de los mega proyectos mineros de producción “a cielo abierto”, con un impacto ambiental altísimo, tanto en su aspecto ecológico, como en lo social y cultural. El consumo de agua (en zonas semidesérticas) y el gasto de energía que implica cada proyecto son muestras de cómo el sistema capitalista privilegia la creación de valor de cambio (dirigido a mercados globales) por sobre el valor de uso que tiene el agua y la energía para las poblaciones locales.
En cuanto al modelo sojero-exportador, no sólo se está desforestando montes y bosque nativos para la plantación de soja para exportar a China, reduciendo notablemente la cantidad de tierra cultivada para granos destinados a la alimentación, sino que además con el objeto obtener mayor beneficio económico los productores implementan la “siembra directa”, que junto a la utilización de agroquímicos contaminantes sólo dejan viva a la planta de soja, destruyendo así la fertilidad de la tierra. De esta forma, se pone en riesgo la soberanía alimentaria y la salud de la población con el objetivo de que una minoría obtenga ganancias extraordinarias en pocos años.
Por otro lado, la libre disponibilidad de divisas hizo que, con la privatización de YPF, cayeran en forma vertical las inversiones en exploración de petróleo y gas y hoy sea crítica la situación de reservas. Al mismo tiempo que se extranjerizó la base energética del país, no se desarrollaron tecnologías sustentables que puedan reemplazar al petróleo y al gas cuando estos se agoten. En el sector pesquero, con el caso de la merluza, se está repitiendo lo acaecido tiempo atrás en Perú, donde prácticamente se diezmó la producción ictícola por efecto de la sobreexplotación.
En todos estos casos existe una lógica, se privilegia la ganancia capitalista del momento, revelándose la incapacidad del capitalismo de planificar a largo plazo y el beneficio de una minoría por sobre las necesidades básicas de la población. Por todo esto resulta imprescindible volver a plantearnos la necesidad de una planificación mundial de la economía con un sentido social y ecológico, pero efectuada desde abajo, con la participación activa de todas y todos los creadores de riqueza.
Desde el Ecosocialismo proponemos una transformación radical de la sociedad, cuya importancia recaiga en el “Ser” y no en el “Tener”. Tenemos como horizonte una revolución económica, social, política y cultural que requiere empezar a construir aquí y ahora los fundamentos de una nueva sociedad. Una sociedad que se base en:
- igualdad social
- democracia participativa
- nueva racionalidad de carácter ecológico
- Colectivización de los medios de producción
- planificación democrática y participativa de la inversión, la producción y el consumo
- nueva estructura tecnológica ecológica de las fuerzas productivas.
Debemos impulsar urgentemente políticas de transformación a nivel nacional y regional, desde una óptica ecológica y socialista. Reducir la jornada laboral; promover una planificación democrática de la explotación de bienes naturales según las necesidades sociales (locales, nacionales y regionales); impulsar el desarrollo de las energías renovables con menor degradación ambiental: hidráulica, eólica, solar, geotérmica, etc.; transformar la producción agrícola y ganadera orientándola hacia la integración y aprovechamiento de las ventajas regionales para alcanzar la soberanía alimentaria; permitir la extracción únicamente de minerales que sean imprescindibles para la construcción y la producción industrial y no para artículos de lujo; darle prioridad al uso del agua dulce para consumo humano y riego de la producción agrícola; sanear las cuencas hídricas; impulsar el desarrollo tecnológico y científico ecológico; promover el reciclaje de residuos; y ampliar y mejorar el transporte público. Estas y muchas medidas más son las que debemos impulsar para comenzar la transformación del mundo.
Una sociedad de este tipo requiere la movilización y participación activa de la población, ya sea que asuman indistintamente un rol de productores o de consumidores. Por tanto, significa también una revolución cultural donde primen las acciones colectivas por sobre el individualismo.
En este momento histórico resulta imperioso que el marxismo tradicional se libere de las concepciones del progreso ilimitado de las fuerzas productivas imperantes en lo que se denominó el “socialismo real” del campo soviético e incorpore la dimensión ecológica como parte de la transformación social; así también, la tradición ambientalista debe liberarse de concepciones neomalthusianistas, economicistas y tecnicistas, e incorporar el análisis marxista de las relaciones sociales y de la concepción de la naturaleza.
Debemos impulsar la creación de un nuevo movimiento político, social y ecológico fundado en la crítica marxista del sistema capitalista y que al mismo tiempo sea capaz de nutrirse y articular con los sectores anticapitalistas de otras tradiciones políticas y culturales anticapitalista (anarquismo, indigenismo, ambientalismo, feminismo, etc.) y ampliar las bases sociales hacia todos los que se sientan afectados social, cultural o ambientalmente por la dominación del Capital y la lógica del mercado.
El ecosocialismo representa la convergencia, inevitable, entre las luchas sociales y económicas y las luchas ecológicas, ya que ambas terminan en la misma conclusión: para alcanzar soluciones finales a nuestras problemáticas, debemos destruir el capitalismo. El objetivo es una sociedad establecida sobre nuevas bases: asociación en vez de competencia; planificación democrática de la economía en vez de comercio y lucro; trabajo, energía y recursos para satisfacción de toda la población y no para lujo de unos pocos.
El ecosocialismo debe conformarse en un movimiento que, a partir de las particularidades de cada región, se articule a nivel global, ya que el enemigo al que debemos enfrentar y el riesgo que afrontamos son de escala planetaria. Desde la diversidad de cada lucha, debemos plantearnos objetivos de cambios radicales a nivel mundial. Para proteger el planeta, debemos cambiar el mundo.
Por Grupo Ecosocialista
Somos un grupo de discusión de reciente conformación. Nos proponemos hacer un modesto aporte al fortalecimiento tanto del movimiento socialista como del movimiento ecologista, cuyas trayectorias han corrido por distintos cauces. Al menos hasta ahora.
Para contactarnos, enviarnos comentarios o críticas: grupoecosocialista@yahoo.com.ar
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