Dentro de cien años, en el mejor de los casos, la humanidad estará discutiendo nuevamente qué hacer con las ruinas radiactivas de Chernobyl. “Cien años” no es un término retórico, sino la duración prevista para el nuevo sarcófago (el actual tiene incluso goteras) que desde 2015 procurará contener la radiación. Y “en el mejor de los casos” tampoco es retórico: así será dentro de un siglo si el sarcófago no reventó y si, finalizada la era del petróleo, la humanidad todavía ha de tener los recursos y la capacidad para hacerse cargo. Hoy, el cuarto de siglo de la mayor catástrofe en una central nuclear se cumple bajo la sombra de un nuevo desastre, el de Fukushima. Según el científico argentino que dirigió el Proyecto Chernobyl, de investigación de aquel accidente, a partir de entonces “la seguridad nuclear mejoró enormemente”, y en Fukushima “todavía no sabemos si hay que cambiar la norma sobre tsunamis o si Japón no la aplicó bien”. En cambio, un representante de Greenpeace sostuvo que “no hay que seguir jugando con la energía nuclear, imposible de dominar” y que “Chernobyl muestra que los problemas causados resultan eternos”.
A la hora 1.24 del 26 de abril de 1986, en el reactor 4 de la central atómica de Chernobyl –en el norte de Ucrania, entonces integrante de la Unión Soviética–, en el marco de una prueba para evaluar la seguridad, se produjo una explosión: durante diez días, a cielo abierto, el núcleo combustible emitió una radiación equivalente a 200 bombas de Hiroshima.
El gobierno soviético –cuyo primer ministro era Mijail Gorbachov– primero ocultó el accidente y, después, minimizó su gravedad. El mundo empezó a saber cuando, el 28 de abril, Suecia informó que había una nube radiactiva sobre su territorio. En mayo comenzaron los trabajos, que duraron seis meses, para cubrir el reactor con un “sarcófago” de hormigón.
La contaminación abarcó zonas de Ucrania, Bielorrusia y Rusia. Hasta hoy existe una zona de 30 kilómetros en la que se prohíbe la presencia humana. Los principales contaminantes son el cesio 137 y el estroncio 90, cuya vida media (tiempo que tarda la mitad de los átomos en dejar de ser radiactivo) es de 30 años: se requieren 10 a 13 vidas medias –más de 300 años– para que la zona –del tamaño de Suiza– pueda reactivarse.
Según las autoridades ucranianas, unos cinco millones de personas –en Ucrania, Bielorrusia y Rusia– fueron afectados de un modo u otro por la catástrofe. Por efectos directos de la radiación hubo 31 muertos entre los bomberos y técnicos enviados desde el primer momento para combatir el siniestro. Después, y durante meses, unos 600.000 trabajadores, a los que se denominó “liquidadores”, llegaron desde distintos puntos de la Unión Soviética para construir el sarcófago y limpiar la zona contaminada. Entre ellos, y entre la población próxima a la central siniestrada, la OMS estima unas 8900 muertes a largo plazo por cánceres –principalmente de tiroides– y otras enfermedades relacionadas con la radiación, además del aumento en las malformaciones congénitas.
La vida útil del sarcófago –que contiene 200 toneladas de combustible radiactivo– no supera los 30 años, que se cumplirán en 2015; de hecho ya presenta filtraciones que dejan pasar agua. Se prevé construir uno nuevo, por encima del existente, con un costo de por lo menos 1100 millones de dólares que deberían ser pagados por naciones donantes. El proyecto viene demorado, y hasta ahora sólo hay comprometidos 800 millones.
Tanto Ucrania como Rusia y Bielorrusia han limitado o suprimido los beneficios que recibían las personas que estuvieron expuestas a la radiación. A principios de este mes, 2000 veteranos “liquidadores” protestaron en Kiev, capital de Ucrania. Este país se independizó en 1991, tras la disolución de la Unión Soviética (a la cual no fue ajena la catástrofe de Chernobyl).
En diálogo con Página/12, Abel González –ex titular de la CNEA, ex jefe del Proyecto Chernobyl de la Organización Internacional de Energía Atómica (OIEA) y actual vicepresidente de la Comisión Internacional de Protección Radiológica (ICRP)– afirmó que “el diseño de la central de Chernobyl era rarísimo, escalofriante, ya que incluía la necesidad de producir rápidamente plutonio para uso militar. Es una lección de lo que no se debe hacer. La catástrofe impulsó normativas internacionales que hicieron subir enormemente la seguridad nuclear. Claro que esto abre la pregunta por el reciente accidente en Fukushima, Japón: esta central fue diseñada de acuerdo con normas internacionales contra terremotos, que le permitieron resistir intacta el terrible sismo que sufrió Japón; pero no soportó el tsunami de 14 metros de altura. Hay una norma internacional para tsunamis, pero todavía es temprano para saber si la norma debe modificarse o si no fue adecuadamente cumplida en Fukushima”.
En cambio, Ernesto Boerio –coordinador de la Campaña Clima de Greenpeace Argentina– sostuvo que “si bien es cierto que los estándares internacionales de seguridad mejoraron luego de Chernobyl, Fukushima muestra que la energía nuclear sigue siendo insegura: en Japón se aplican los criterios más estrictos, que no impidieron el desastre. La energía nuclear sigue siendo costosa y contaminante y genera un pasivo ambiental a futuro a causa del combustible usado, radiactivo: las piletas con este combustible son parte del problema en Fukushima. Pero muchos países siguen tratando de jugar con la energía nuclear, como si fuera posible controlarla. El caso de Chernobyl muestra que, aun pasados muchos años, no es posible librarse de las consecuencias. Es un problema eterno”.
http://www.pagina12.com.ar/diario/sociedad/3-167022-2011-04-26.html
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