1. La crisis, ¿qué crisis?
El estallido financiero se ha adueñado de la concepción única y absoluta de “LA CRISIS”. Desde perspectivas críticas, llevábamos años denunciando que el proceso de valorización de capital se lograba mediante la puesta a disposición de dicho proceso del conjunto de la vida (humana y no humana). Es decir, convirtiendo la vida y sus necesidades en un medio para el fin de acumulación de capital; en el mejor de los casos, en el peor, la vida constituía un estorbo y lo más rentable era destruirla. A esto lo habíamos denominado conflicto capital-vida. Con esta expresión nos referíamos al tipo de vida que construye el capitalismo (qué formas de vida y qué dimensiones de la vida resultan rentables, productivas –por la doble vía de la producción o del consumo-), y a las dimensiones de la vida que no son rentables, que sobran, o a las vidas enteras que no eran rentables, que sobraban. En el proceso de financiarización de la economía, este conflicto se había agudizado, al producirse una parte creciente del proceso de valorización con una desconexión tremenda de los procesos vitales mismos.
En ese sentido, decíamos que el proceso de valorización se había dado a costa de la explotación del planeta (de la vida no humana). Y también a costa de poner la vida humana al servicio del proceso de acumulación, tanto en el Sur global como en el Norte global (si bien esta explotación tenía características e intensidades muy diversas). Esto había conllevado serios ataques a los procesos vitales, que veníamos luchando que se reconocieran como crisis profundas, sistémicas y acumuladas. Así, hablábamos respectivamente de una crisis ecológica (global); una crisis de reproducción social que afectaba al conjunto de expectativas de reproducción material y emocional de las personas en el Sur global; y una crisis de los cuidados, que afectaba a una dimensión concreta de las expectativas materiales y emocionales de reproducción (los cuidados) en el Norte global.
Luchábamos porque estos procesos vitales truncos se reconocieran como crisis… y nos estaba costando. Estábamos visibilizando las deficiencias estructurales de un sistema depredador (que no solo era capitalista, sino también heteropatriarcal, antropocéntrico e imperialista). Hablábamos de crisis de civilización porque atravesaba el conjunto de las estructuras (políticas, sociales, económicas, culturales, nacionales, etc.), pero también de las construcciones éticas y epistemológicas más básicas (la propia comprensión de “la vida”).
Llega entonces el estallido financiero y automáticamente y sin cuestionamiento alguno, le otorgamos el nombre de crisis. Realmente, lo que se produce es un quiebre en el proceso de acumulación, de valorización de capital, primeramente en los circuitos financieros. No es, de primeras, un quiebre directo de los procesos vitales. En ese sentido no es una crisis (no está –o no tan agudamente- en crisis el proceso vital, que es el que nos importa si ponemos la sostenibilidad de la vida en el centro). Son posteriormente el tipo de políticas que se ponen en marcha para recuperar el proceso de valorización (las llamadas políticas anticrisis, que son más bien políticas de recuperación de la ganancia) las que implican un serio ataque a las condiciones de vida. Esa ahí donde la respuesta política al estallido financiero empieza a devenir en crisis. Así, podemos prever que la recuperación del capital implique, en el Norte global, un agravamiento serio de la crisis de los cuidados (vía reducción de servicios y prestaciones públicas, traslación de carga de trabajo al trabajo no remunerado y flexibilización y desregulación creciente del mercado laboral), así como el comienzo de una crisis de reproducción social para ciertos segmentos sociales (vía hipersegmentación social y vía paso de situaciones de precariedad en la vida a situaciones de exclusión, en un contexto de agudización de la dependencia del ingreso por la desaparición de mecanismos colectivos de absorción de los riesgos de la vida, dificultad de acceso a fuentes estables y suficientes de ingresos, pérdida de la noción de universalidad de los derechos y paso a enfoques asistenciales); y, en el Sur global, que se traduzca en un agravamiento de la crisis de reproducción social (por ejemplo, ya ha ocurrido en lo referente a la crisis alimentaria provocada por la especulación con alimentos).
Así, una primera pregunta es de qué crisis estamos hablando.
Ante la crisis, hay múltiples frentes de intervención, pero me limito a resaltar dos “pres” y dos intervenciones simultáneas.
Los "pres" para intervenir en la crisis
2.1 La "desfinanciarización" de la economía
Someter a los mercados financieros a un control realmente democrático, poner coto a la capacidad de las empresas de crear dinero financiero, exigir responsabilidades a gestores financieros, agencias de calificación, instituciones, etc. Es decir, la reversión del proceso por el cual los mercados financieros estaban alejándose por completo de toda posibilidad de control y de todo vínculo con el resto de procesos socioeconómicos (lo que en palabras de Mertxe Larrañaga podemos llamar "desfinanciarizar" la economía) es una exigencia que no solo toma cuerpo, sino que es compartida una pluralidad enorme de gentes. El problema es si con ello aspiramos a volver a poner a las finanzas al servicio de la producción como fin último de la reivindicación, es decir, que queremos volver a una especie de capitalismo bueno, movido por la demanda, léase el consumo.
Las diversas medidas que nos llevarían a esa desfinanciarización debemos leerlas en términos de aminorar el conflicto capital-vida. Si bien sabemos que este conflicto es inherente al capitalismo heteropatriarcal, puede tener diversas intensidades. Y en el paso de la lógica K-M-K’ a la lógica K-K’ se había agravado. Se trata, por tanto, de exigir esta bajada de intensidad del conflicto a la par que cuestionamos el sistema capitalista en sí.
(Existen múltiples propuestas que dan forma a esta desfinanciarización -entre otras, pueden verse las propuestas del grupo de trabajo de economía de Sol, propuestas de grupos como ATTAC, u otras realizadas desde el ámbito de la economía ecológica- el debate central es si se “limitan” a, digamos, poner algo de orden en el casino global, o si replantean de arriba abajo el papel del sistema financiero, su carácter privatizado, e, incluso el rol del dinero como medio de acumulación de valor).
Desde el ecologismo social afirman que la “metáfora de la producción” (como la llama José Manuel Naredo) se ha adueñado de nuestra forma de interpretar el mundo. Es decir, creemos en la posibilidad de producir riqueza, en un proceso progresivo y creciente sin límite. Este sería el objetivo socioeconómico por excelencia, el sentido del progreso y el desarrollo: el crecimiento. A su servicio estaría, de forma clave, el planeta, el conjunto de recursos naturales, disponibles para que el hombre los domine y utilice para ir constituyendo civilización. Esta metáfora ha sido duramente cuestionada por el ecologismo social y por el feminismo.
El ecologismo asegura que la producción no existe. Los sistemas socioeconómicos son subsistemas abiertos, que extraen recursos, absorben energía, generan residuos y emiten energía degradada. Estos subsistemas abiertos funcionan en un sistema cerrado, la biosfera, que no intercambia materiales con el exterior y donde la única producción de verdad solo es la de la fotosíntesis, y es muy poca. Es decir, que extraemos y transformamos, pero no producimos nada. La producción es una fantasía antropocéntrica, que tiene una única forma de mantenerse: crear un medio fantasma de acumular esa supuesta riqueza creada, el dinero. El dinero que no existe más que en la medida en que la gente crea que existe (y, en ese sentido, podemos decir que es una gravísima performance), no solo se convierte en el fin del proceso económico, en medio de acumulación y no de mero intercambio, sino que es el sine qua non para el funcionamiento de la metáfora de la producción.
Desde el feminismo se afirma que el otro oculto de la producción es la reproducción, en un esquema epistemológico patriarcal que está en la base de la explotación de la naturaleza y la opresión de las mujeres. Este esquema se caracteriza por interpretar el mundo de forma dicotómica: comprender la realidad organizada en pares opuestos (bueno/malo, arriba/abajo, producción/reproducción), con una valoración jerárquica del binomio (la producción es el progreso, lo deseable) y donde el miembro valorado termina arrogándose el todo, la universalidad (solo vemos y hablamos de la producción). Además, hay un encabalgamiento entre toda dicotomía y las dos clave de: masculino/femenino, civilización/naturaleza. La producción encarna valores de la masculinidad y usa la naturaleza feminizada para construir civilización. Desde aquí se produce una disociación entre el crecimiento, el progreso, entendidos como el objetivo civilizador y el mero sostenimiento, condición que se supone debe superarse (trascender es lo plenamente humano y entra en contradicción con la inmanencia). Ante esta epistemología perversa, la cuestión no es solo visibilizar que, además de producir bienes y servicios, también se reproducen personas. Sino señalar que ambos procesos no están escindidos, que la producción solo nos importa en la medida en que reproduce vida. La reproducción, por tanto, es la lente desde la que mirar el conjunto, el eje trasversal. Dicho de otra forma: que no hay contradicción entre el objetivo que luego llamaremos de “vivir bien” y la sostenibilidad. Se trata de vivir bien, no vivir mejor (mejor que antes, mejor que otrxs).
Intervenciones simultáneas: construcciones éticas y construcciones socioeconómicas
Es urgente que tengamos dos debates simultáneos o, en palabras de Silvia L. Gil, que seamos capaces de pensar e intervenir simultáneamente en varios niveles:
Necesitamos un cuestionamiento ético de los valores mismos que sostienen el sistema y que interpretan la vida (la humana y la no humana)
Y necesitamos un cuestionamiento de las estructuras que organizan esa vida (esas vidas)
Son procesos que deben ir simultáneos, porque a lo que nos enfrentamos es a una crisis sistémica.
Cuestionarnos qué es eso de “vivir bien”
Respecto a la intervención ética: necesitamos un debate radicalmente democrático sobre qué entendemos que es “vivir bien”, varios apuntes:
Radicalmente democrático: y esto hace referencia a la falta de estructuras de democracia real participativa
¿Qué necesidades son las que convierten a la vida en una vida significativa? Aquí hay nexos indiscutibles con las propuestas del decrecimiento y de vivir mejor con menos. Desde el feminismo, apostamos por constituir los cuidados en una de las dimensiones centrales de esa vida significativa (aunque tengamos al mismo tiempo que replantearnos qué entendemos por cuidar bien-cuidarnos bien). Y por otorgar máxima importancia a dimensiones de la vida que han pasado históricamente no discutidas en lo publico, sino “negociadas” en lo privado/doméstico, y/o se consideran ajenas a lo económico (cuestiones afectivas y relacionales, sexuales, etc.). Estas necesidades deben definirse de manera colectiva (no es lo que individualmente consideramos necesario, sino lo que colectivamente nos responsabilizamos de garantizar)
Cambios epistemológicos clave para romper con la idea de autosuficiencia (somos seres autosuficientes en nuestra individualidad, “yo y el mercado”):
Reconocer y poner en primer plano la vulnerabilidad de la vida: que la vida es vulnerable entendiendo esto como potencia, como la apertura de espacios donde podamos sentir conexión, sentirnos afectadas por lo que les ocurre a otrxs.
Reconocer la interdependencia de la vida y la ecodependencia como condiciones inherentes a esta. La única forma de afrontar la vulnerabilidad es en la interacción. La interdependencia nos transforma la pregunta: ya no es cómo lograr ser autosuficiente, sino cómo lograr niveles suficientes de autonomía en una realidad de interdependencia y cómo construir la interdependencia en términos de reciprocidad y no de asimetría; y como lograr autonomía en un contexto de ineludible interdependencia (como dice Silvia Gil en Nuevos Feminismos. Sentidos comunes en la dispersión, se trata de “abrir la posibilidad de pensar la autonomía, no como ejercicio individualizador de valorización del capital, sino como capacidad para construir una vida en la que se afirme la interdependencia y se dibuje de un modo más justo, abriendo nuevos ”).
sentidos colectivos para su organización. .
En estos debates (poner en el centro otra apuesta, una ruptura expresa y rotunda con los valores de la “modernidad”, “desarrollo”, “progreso”) hay muchas aportaciones: buen vivir (sumak kawsay/suma q’amaña), decrecimiento, mejor con menos, postdesarrollo… Desde el feminismo hemos hablado de cuidadanía, de vida vivible… Introducir las distintas perspectivas (con sus potencialidades y límites) en el debate. En esta profusión de perspectivas, no tenemos las palabras: ¿cómo llamar a ese “vivir bien”? Y por eso las comillas.
Algunos elementos, entre otros muchos, de cara a pensar ese “vivir bien”:
Que ese “vivir bien” sea universalizable: que no se dé a costa del “vivir mal” de otrxs. Los debates que estamos teniendo con el 15-M tienen a veces un foco excesivamente nacional, o “primermundista” (¿reivindicamos el estado del bienestar como una panacea sin preguntarnos en qué medida ese estado del bienestar solo ha sido posible gracias a las desigualdades globales?). Aquí hay un nexo directo con el cuestionamiento de las fronteras, y podría derivar en reivindicaciones inmediatas como la derogación de la ley de extranjería o el negarse a la modificación de Schengen.
Igualdad: la igualdad redefinida desde la conciencia de la diversidad, cómo lograr que la diversidad no implique desigualdad
Austeridad: los límites ecológicos son insoslayables. ¿Pero debemos pensar también en límites éticos (vinculados a las nociones de universalidad e igualdad)?
Con qué estructuras gestionamos la responsabilidad colectiva de poner las condiciones de posibilidad para ese “vivir bien”
A la hora de discutir esto tenemos, en primer lugar, que introducir en el debate todas las estructuras socioeconómicas posibles (me voy a referir a las estructuras socioeconómicas y no a las políticas, por ejemplo, pero habría que ampliar en consonancia): la diversidad existente y las que podrían existir. A menudo el debate se ciñe a dos estructuras contrapuestas: mercado y Estado (entendidas además de forma muy monolítica). Pero hay otras estructuras en funcionamiento:
Los hogares (diversos, más allá de la familia): institución económica que desde el feminismo definimos como la unidad económica básica (en el sentido de que es la forma organizativa en que las personas gestionamos cotidianamente nuestra vida económica) y como colchón de reajuste del sistema (en el sentido de que es donde en última instancia se producen los reajustes en términos de generación de bienes y servicios, distribución y consumo de recursos para garantizar la vida en función de las condiciones que impongan el resto de las esferas; es la institución que asume la responsabilidad de garantizar las condiciones de vida en el marco de un sistema que garantiza el proceso de acumulación). Los hogares, además, son instituciones muy poco democráticas (unidades de conflicto cooperativo, como se han definido), por lo que si exigimos estructuras económicas democráticas, un serio debate sobre los hogares es insoslayable.
Diversas formas comunitarias de organizar el trabajo y el acceso a bienes y servicios: formas varias de vida en común y/o de organización en común de los trabajos. Redes varias comunitarias, vecinales, etc.
Economía social y solidaria: ¿es posible que esta sea eje clave de la reorganización de la estructura socioeconómica?, ¿cuáles son los nexos de la economía social y solidaria con lo público?
Tercer sector
Economía campesina
… Formas variadas también en cada contexto
Esas y otras estructuras existen ya (son lo que Magdalena León llamaría la economía diversa realmente existente y que va también más allá de la tríada Estado-empresas-hogares en la que a veces se queda encajonada el feminismo). A la par, hay que complejizar el debate sobre las empresas (no toda empresa es igual, ni siquiera aunque tenga ánimo de lucro). Además, hay otras formas que podrían pensarse. Por ejemplo, ¿podría pensarse una organización y gestión de lo público que no pase necesariamente por la estructura administrativa burocrática? Es imprescindible un ejercicio de creatividad e imaginación muy grande.
Teniendo en mente la diversidad de formas posibles de organizar la economía, hay dos movimientos estratégicos clave:
Primero: detracción de recursos de la lógica de acumulación
En la medida en que está claramente identificado el conflicto entre el proceso de acumulación y la garantía de unas condiciones que hagan posible ese “vivir bien”, es urgente ir detrayendo recursos que hoy día están puestos a funcionar para garantizar el proceso de valorización de capital.
Segundo: Poner los recursos a funcionar bajo otra lógica económica, en estructuras económicas democráticas
Cuáles son estas estructuras y cuál puede ser su lógica de funcionamiento es justo el elemento clave a imaginar y construir. Podría haber ciertas pistas:
¿Lógica? Es decir, la forma en que se reconocen las necesidades de sujetos concretos, las vías por las cuáles se legitiman esas necesidades (se asume un compromiso de resolverlas), la forma de organizar la generación de los medios para satisfacerlas, y la forma de distribuirlos… Debemos ir más allá de (¿o recuperar para complejizar?) la idea de las tres lógicas intercambio/redistribución/reciprocidad
Hay ya distintas lógicas en marcha en esas diversas estructuras económicas: podemos partir de reconocerlas y valorarlas, pero sin mitificar ninguna (especialmente peligroso sería mitificar una supuesta “ética de los cuidados” o de la “vida comunitaria”)
El dinero debe volver a ser un medio de intercambio y perder la capacidad de acumulación, tampoco puede ser el medio para reconocer y legitimar las necesidades.
Bajo esta idea de detraer recursos a la lógica de acumulación (organizada en torno a estructuras sumamente jerárquicas) y ponerlos a funcionar en estructuras democráticas bajo otras lógicas económicas para asumir la responsabilidad colectiva de garantizar las condiciones en las que sea posible ese “vivir bien”, podrían exigirse reivindicaciones inmediatas referidas a distintos tipos de recursos como:
Espacio físico: detraer tierra, espacio urbano y rural al capital. Aquí las propuestas más elaboradas vienen del ecologismo. Por ejemplo (y lanzo un tanto a boleo): redefinir toda la orientación de los transportes, priorizar el transporte en tren frente al automovilístico; una red ferroviaria electrificada que una todos los núcleos habitados y priorice esta conexión frente a las líneas de alta velocidad que unen grandes núcleos; espacio en las ciudades para el carril bici y zonas peatonales frente al asfalto para los coches; recalificar el suelo (de urbanizable a zonas verdes o…). Tierras para la pequeña agricultura ecológica frente a las tierras para los monocultivos para la exportación…
Vivienda: el debate sobre la vivienda nos pone delante dos cuestiones claves:
La imperiosa necesidad de apostar por la redistribución frente al crecimiento. “Casas sin gente, gentes sin casa, ¿qué pasa?” En este contexto es un absurdo pedir la construcción de más viviendas (¡casi un millón vacías!) para solucionar la falta de acceso.
La urgencia de erosionar la fortaleza del nexo calidad de vida-capacidad de consumo (otra manera de decir que se pongan los recursos a funcionar bajo otra lógica distinta a la de acumulación y la subsiguiente compra/venta; otras formas de acceder a los recursos que no pasen por el dinero del salario): si dejamos de gastar una media del 60% del sueldo en vivienda, ¿podríamos vivir mucho mejor con mucho menos dinero?
Nos trae también a colación el debate sobre nuestros propios valores éticos: ¿seguimos teniendo como objetivo vital la propiedad individual de vivienda?
En ese contexto, ¿por qué no apostar por la expropiación de la vivienda vacía (quizá con ciertas excepciones) y organizar un parque público de vivienda en alquiler?
Cuidados: en este caso, más que detraer estos recursos, se trata de evitar que se siga en la tendencia actual donde están entrando dentro de la lógica de acumulación. En ese sentido, la propuesta fundamental sería prohibir que los cuidados puedan ser servicios proporcionados por entidades con ánimo de lucro. Desde el feminismo hemos insistido en las perniciosas consecuencias de que esto ocurra (básicamente, garantizar márgenes de rentabilidad suficientes y crecientes mediante: la provisión de cuidados de calidades extremadamente diversas –a menudo rayando lo indigno- según la capacidad de pago, por lo tanto, multiplicando las desigualdades; y mediante la explotación de la “ética reaccionaria del cuidado” en las trabajadoras, para garantizar que se sientan responsables de seguir proporcionando buenos cuidados al margen de las condiciones laborales e inhibir procesos reivindicativos, en la medida en que se las hace sentir responsables directas del bienestar de los “consumidores”). Es imprescindible retomar esa vieja idea de que el ánimo de lucro no puede operar en sectores básicos, y exigir que los cuidados sean considerados como tal.
Recursos financieros: hago referencia aquí a un propuesta clave y con gran apoyo social, la reforma fiscal progresiva (pero hay otras, por ejemplo, la banca pública).
Hay mucho hablado y por hablar sobre esto, pero básicamente progresiva significa: priorización de los impuestos directos sobre los indirectos; gravar más al capital que al trabajo; establecer un sistema de tipos y tramos realmente progresivo, tanto para el capital como para el trabajo. Podríamos añadir que no beneficie a unos tipos de familias sobre otros (sobre todo referido al impuesto sobre la renta: que no redistribuya hacia los modelos normativos de familia). Los debates en torno a la reforma fiscal aducen que el ajuste no necesariamente debe producirse vía gasto, sino que puede darse vía ingreso.
La cuestión adicional sería: ¿y para qué usar estos recursos?: ¿recaudarlos para ponerlos a funcionar otra vez en los mismos circuitos (por ejemplo, financiar otro megaproyecto)?, ¿recaudarlos para que la gente pueda satisfacer expectativas de consumo que son insostenibles (de nuevo, compra de automóviles)? Es decir, la idea no es “reactivar la demanda” (cualquier demanda, de cualquier necesidad, recursos producidos bajo cualquier forma organizativa) para incrementar la “producción real”, sino preguntarnos cuál es esa “producción”, en qué estructuras se da, a qué necesidades responde, etc.
En este sentido, sería clave ligar esta detracción de recursos financieros con el ponerlos al servicio de: (1) socializar la responsabilidad de cuidados, que a día de hoy está privatizada: responsabilidad femenina en los hogares (y aquí van la ley de dependencia y autonomía personal, las escuelas infantiles, derechos de “conciliación”… pero también podrían ir otras: ¿comedores colectivos?); (2) para poner en marcha otro conjunto de mecanismos que permitan colectivizar los riesgos del vivir (sistemas de pensiones, con un debate sobre su carácter contributivo, recuperación de la noción de universalidad de los derechos…); y (3) recuperar estándares de calidad y universalidad de los sistemas educativos y sanitarios.
Recursos humanos: liberar tiempo de vida. La reivindicación clave sería la reducción de la jornada laboral sin pérdida salarial, como forma además de poner en primera línea la idea de apostar por la redistribución frente a la competencia (en un entorno de esclavitud del salario y de escasez del empleo, competencia por el empleo entre países, entre mujeres y hombres, autóctonxs y migrantes…). Pero añadiendo:
La no reducción del conjunto de la masa salarial (que el trabajo en su conjunto no pierda recursos frente al capital) debe ir acompañada de un debate sobre el valor de los trabajos y las diferencias salariales. Así, reivindicaciones asociadas serían: incremento del salario mínimo, establecimiento de un salario máximo y tope a las rentas no salariales (recuperamos la cuestión de los límites de la que hablábamos con anterioridad). Aquí se abrirían debates clave: ¿qué diferencias salariales son legítimas?, ¿qué es un salario digno? Por ejemplo, qué es un salario digno para el empleo de hogar; si el precio de este ha de ser siempre menor que el salario que logra fuera la familia empleadora… El debate sobre cómo valorar los trabajos (¿existe actualmente una correlación inversa entre valoración –monetaria y en derechos-, y la contribución social de los trabajos? O, dicho de otra forma: ¿hay una correlación directa entre valoración y contribución al proceso de acumulación?)
Redistribución de todos los trabajos: la redistribución de los remunerados debe ir sí o sí ligada a la redistribución de los no remunerados (por justicia, y porque es mediante los no remunerados como se asume la responsabilidad de sostener todas las dimensiones de la vida que no son rentables; son el sustrato para el trabajo pagado alienado). En este sentido, es especialmente preocupante la solidificación de la noción de “el parado”, deprimido porque no tiene empleo y sin saber qué hacer con su vida (los lunes al sol). Aprovechar el desempleo masculino para redoblar la lucha por la redistribución de los trabajos no remunerados (¿cómo podría organizarse esto?). Ni un parado más al sol.
Más allá del debate sobre el reparto del empleo, y sobre el reparto de los trabajos remunerados y no remunerados, debemos empezar a hablar del reparto de los trabajos socialmente necesarios y los trabajos alienados. ¿A qué nos referimos? Socialmente necesarios serían aquellos trabajos que generan las condiciones de posibilidad para ese “vivir bien”; alienados serían los que sirven a otros fines distintos. Hay una correlación entre esta distinción y la de remunerados/no remunerados: Muchos trabajos no remunerados (¿la mayoría?) son socialmente necesarios, pero no todos (por ejemplo, hay funciones asociadas a la imagen del ama de casa y la feminidad que no son solo prescindibles, sino que son esclavizantes –ya se cuestionó en su día lo alienante que era para las mujeres la exigencia de tener la casa como los chorros del oro-). Y muchos trabajos remunerados son alienados (sirven solo al proceso de acumulación, pero no a los procesos vitales, no satisfacen necesidades; aquí está la pregunta de Rosario Hdez Catalán “pero este trabajo yo para qué lo hago”). Los trabajos socialmente necesarios deben repartirse (no todos ellos son agradables, ni mucho menos) y revisarse su valoración; y los alienados deben repartirse hoy por hoy (es clave el reparto de los trabajos pagados: hoy por hoy los queremos porque nos dan un salario imprescindible para vivir), pero la lucha debe ser por tender a su desaparición.
Todo lo anterior son meras ideas, dibujadas con trazo grueso, para recoger diálogos que hemos ido teniendo, y para lanzarlas por si pueden servir en los debates abiertos y por abrir.
(gracias, Sira)
Amaia Pérez Orozco es economista y feminista y este texto forma parte de un trabajo más amplio en elaboración.
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