Sin que la gran mayoría se dé cuenta, estamos viviendo lo que los administradores de los Estados (y su alter ego, la aristocracia corporativa de las macroempresas próximas al poder político) quieren que sea el punto de inflexión en la Red. Internet ha sido libre desde su origen y eso ha provocado cambios importantes en la topología de la auténtica red social, es decir, en la estructura de relaciones y de flujos de información entre las personas. Ante esos cambios, los Estados se mostraron primero incrédulos, luego incómodos y ahora abiertamente hostiles. Dejaron a Internet evolucionar como el investigador permite que la rata de laboratorio viva unas horas más, por curiosidad, pero hace ya algún tiempo que los Estados han dicho “basta”. Han decretado que hasta aquí hemos llegado y que es necesario recentralizar la Red. Algunos fenómenos como el auge de los sitios de red social tipo Facebook, contribuyen a esa recentralización al atesorar ingentes cantidades de datos sobre sus usuarios, datos que evidentemente están a la disposición del Poder. Pero, por supuesto, no les basta.
Internet es lo más parecido que ha vivido la Humanidad al orden espontáneo cuya visión económica concretó Hayek. Un orden espontáneo que, al margen de todo Estado y con muy pocas normas básicas, ha permitido a millones unas cotas de libertad y progreso personal nunca antes alcanzadas, poniendo de manifiesto que el Hiperestado que sufrimos en el mundo offline es perfectamente prescindible. Por eso los Estados se revuelven contra la Red, decididos a tapar la maravillosa hemorragia de dinero y poder que les provoca. Primero atacaron Internet los Estados dictatoriales, estableciendo sistemas de filtrado y de deep package inspection destinados a convertir Internet en una gran intranet. Lo hicieron con apoyo de corporaciones occidentales como Nokia y Siemens, en lo que claramente constituyó una indigna utilización de esos países (Irán, China…) como laboratorios de lo que después nos iban a inyectar a los demás. Y, tal como se preveía, ahora atacan la Red también los Estados normales, los nuestros, los países occidentales supuestamente cimentados sobre la libertad personal.
El Vicepresidente de los Estados Unidos Joe Biden es la cara visible que lidera a los ministros del Interior y de Cultura del mundo occidental en una terrible cruzada contra Internet que quiere convertir la Red en una “televisión bis” perfectamente controlada. La UE, por ejemplo, pretende poner en marcha un ciberespacio europeo con puntos fronterizos para inspeccionar todos los datos que vengan de fuera de los 27. Los derechos de los autores, el crimen organizado, la pederastia, el terrorismo internacional… todo les vale como excusa para lanzar globos sonda respecto a la necesidad de poner coto a Internet, a ver cómo reacciona la sociedad civil. Y de momento pueden estar satisfechos: la sociedad civil está tan anestesiada que apenas reacciona ante este atropello de proporciones monstruosas que nos encamina hacia el totalitarismo. No es una exageración. Es en Internet donde hacemos ya casi todo, y, por lo tanto, si Internet no es libre, entonces nosotros tampoco lo somos. El hecho diferencial de la acción individual en Internet frente a su equivalente offline es la capacidad de multidifusión masiva e instantánea, y los Estados no están dispuestos a permitirla, o al menos quieren intervenir en ella a voluntad, ya sea de forma directa o a través de las empresas.
Como afirma José Alcantara en su excelente libro La neutralidad de la red, el cloud computing es una forma de “utilizar la intraestructura como una ventaja competitiva” para los Estados y las grandes compañías, es decir, para recentralizar la Red en torno a nodos de control. El caso de Gmail, que Alcántara pone como ejemplo, es realmente paradigmático. A cambio de subvencionarnos el coste íntegro de correo electrónico, con alta capacidad y una excelente tecnología, ¿qué “pagamos” los usuarios? Nuestra privacidad. El propio programa de publicidad contextual aplicado a Gmail da una idea de la altísima capacidad de análisis que brindan a Google los trillones de mensajes cruzados, tanto respecto a la actividad, ideas y comportamiento de un individuo concreto como respecto a las tendencias de todo tipo (hay quien dice que analizando bien todo el flujo de contenidos de Gmail se podría controlar los mercados de valores). Algo parecido pasa con Facebook: a cambio de una buena herramienta de interrelación, ¿qué damos? Toda nuestra información sobre características personales y preferencias de todo tipo, nada menos.
Ahora imagina que no se trata sólo del correo electrónico o de nuestro perfil en Facebook sino de todo. Que dejamos de tener nuestros archivos personales y profesionales, nuestros programas y toda nuestra información en nuestra máquina, en nuestro PC, y pasamos a tenerla en la “nube”. ¿No es evidente que el controlador de esa nube (a la postre, indirectamente, los Estados) tendrá un conocimiento y un poder totales sobre nosotros? Un futuro de cloud computing generalizado puede asemejarse mucho a la distopía de Matrix. La computación “en la nube” ha recibido calurosos elogios de los Estados desde que comenzó a popularizarse. Es de suponer que las palabras y las intenciones de Steve Jobs recibirán el aplauso unánime de todo nuestro mainstream político, que en petit comité reconocerá aliviado que “ya era hora de que tuviéramos acceso total a los datos de la gente, no vayan a usarlos para vivir, emprender, comerciar e informarse al margen de nosotros, es decir, contra nuestros intereses”. Pero a cualquiera que rasque un poco bajo la superficie, las palabras de Steve Jobs cuando nos anuncia “ya no necesitaréis un PC en casa” le recordarán a las de Nicolae Ceauşescu cuando informó a sus súbditos de que ya no iban a necesitar tener cocina ni comida en casa, pues todos irían a los comedores populares de barrio. Por supuesto, no comparo al empresario norteamericano con el dictador rumano, pero en ambos casos lo que se produce es una pérdida de poder y control del individuo a favor de quien le facilita un servicio.
La buena noticia es que hay alternativas a la pérdida de control individual por la virtualización del hardware. La principal consiste en generalizar, en cambio, los mecanismos de computación distribuida, de compartición de la capacidad de procesamiento y de intercambio de archivos, como el peer to peer (P2P). El P2P es coherente con la lógica de la red (social y computacional) distribuida, mientras el cloud computing es coherente con la lógica de la red centralizada y, por ende, controlada. En la lógica P2P las comunicaciones y las transferencias de información son privadas, y los recursos y datos están distribuidos en miles o millones de máquinas de los usuarios participantes, dificultando (o idealmente impidiendo) el acceso de cualquier gran corporación mezclada con el poder político, o de los Estados que quieran inmiscuirse sin orden judicial en la actividad, información y procesos que surgen entre los usuarios. Ampliar las opciones de P2P para que sustituya eficazmente a la nube no controlada por nosotros, que nos quieren imponer, es la mejor manera de preservar la libertad, pero requiere grandes mejoras sobre lo existente hasta el momento. Habrá que esperar que los tecnólogos no comprados aún por los Estados vía macroempresas informáticas demuestren que no están, precisamente, en las nubes y desarrollen desde sus garajes, por supuesto con software libre, una nueva P2P resiliente, una “nube de millones de nubes” alternativa, distribuida e incontrolable, que deje la sonriente amenaza de Steve Jobs et al en otro intento fracasado de recentralizar la sociedad civil.
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