Un radionúclido (o radionucleido) es un núclido radiactivo que se desintegra emitiendo una radiación ionizante que lo transforma en otro núclido o modifica su nivel de energía.
Núclido -o nucleido según el DRAE- es la denominación genérica de un núcleo atómico caracterizado por su número de protones, su número de neutrones y su estado de energía [1]. En la actualidad se conocen mas de 2.770 diferentes núclidos distribuidos entre los 113 elementos de la tabla periódica (naturales y artificiales). Mas de 2.510 de estos núclidos son radiactivos. La mayor parte de ellos obtenidos artificialmente en reactores nucleares y aceleradores de partículas. El concepto no es equivalente al de isótopo. Los núclidos se dividen en isótopos (núclidos de un mismo elemento que tienen igual número atómico, es decir, igual número de protones, y diferente masa atómica, es decir, diferente número de neutrones), isóbaros (núclidos de distintos elementos que tienen igual masa atómica y diferente número atómico), isótonos (núclidos de distintos elementos que tienen igual número de neutrones en el núcleo pero poseen distinto número atómico y masa atómica) e isómeros nucleares (elementos con diferentes estados de energía).
Los radionúclidos se difunden desde los diversos focos de emisión a través del aire, por deposición en el suelo o por el agua, llegando a las sociedades humanas directamente o a través de los alimentos, mediante su incorporación a las cadenas tróficas. Una cadena trófica, también llamada alimenticia o de nutrición, es la corriente de energía y nutrientes que se establece por su alimentación entre las distintas especies de un determinado ecosistema.
El medio ambiente terrestre se contamina a través de radionúclidos presentes en el aire, la lluvia, los regadíos, el suelo, procedentes, a escala local, de las fugas de las instalaciones nucleares, los almacenes de residuos o las explosiones subterráneas de armas atómicas, así como la radiación remanente de la no tan lejana época en la que las pruebas de este armamento se realizaban en la atmósfera. Sin más. Ya sea a través de los depósitos situados en el suelo o en la superficie, los radionúclidos pueden entrar en el ciclo de la materia, incorporándose a los productores primarios de la biomasa, es decir, a los vegetales, hongos, algas, bacterias,… y a través de ellos pasar a los animales (los seres humanos no excluidos).
Dados los riesgos asociados a la contaminación por iodo, estroncio o cesio, los mecanismos de su transferencia a la dieta son los mejor estudiados. Estos tres radionúclidos se incorporan a los vegetales por penetración foliar o absorción radicular. La fracción de actividad contaminante transferida depende de la forma de deposición, del tipo de planta y de la naturaleza del suelo.
En general, el cesio se fija muy bien en el suelo, mientras que el estroncio y el iodo son más móviles, y se absorbe y acumula fácilmente (hemos oído hablar de ellos tras la hecatombe nuclear de Fukushima). El producto primario puede contener cantidades importantes de radionúclido y contaminar así animales herbívoros. A partir de ahí, el paso a la alimentación humana más conocido es a través del ganado bovino.
Para el iodo 131, debido a su corto período de desintegración, la leche es el vector de penetración más importante y, en menor medida, los derivados lácteos. Diversas pruebas muestran su tránsito acelerado a través de la cadena alimenticia, detectándose su presencia en la leche y en el tiroides bovino y humano muy pocos días después de su emisión al medio. Por su parte, el estroncio 90 se distribuye en el organismo como el calcio: su contenido en la dieta se incorpora a los huesos, con una vida media biológica extraordinariamente larga.
La radiocontaminación de los alimentos de cultivos que utilizan regadíos de cuencas de agua nuclearizadas es uno de los aspectos que cada día resulta más preocupante. El grado de contaminación depende de la forma de riego y de los radionúclidos implicados. Cabe destacar la acumulación del zinc 65 por los vegetales y especialmente por el pasto, que se refleja en la leche y en la carne bovina.
Las cadenas alimenticias acuáticas que pueden transferir radionúclidos a los humanos son principalmente de origen marino: de las algas directamente a los seres humanos, o de las algas a los moluscos y crustáceos y posteriormente a los humanos. Son de gran capacidad concentradora y, por lo general, muy cortas. También hay que considerar las cadenas largas, fluviales o marinas, desde el fitoplancton a crustáceos y peces, y de estos a los humanos, más selectivas pero significativas para algunos radionúclidos como el cesio 137. Por otra parte, la capacidad de concentración biológica de algunas especies para determinados radionúclidos puede ser también un factor determinante para la contaminación de los niveles tróficos superiores. El hierro en las algas, el potasio en crustáceos o en moluscos, el estroncio en el caparazón o en sus conchas, son algunos ejemplos de ello.
El efecto de las radiaciones ionizantes en los seres vivos depende de diversos factores: de la energía que llevan estas radiaciones y de la cantidad cedida al tejido biológico atravesado, de su capacidad de penetración, de las características de las células, tejidos y especie irradiados, así como de la fuente de radiación. El plutonio 239, por ejemplo, que emite partículas alfa, es más agresivo que el cesio 137 y el estroncio 90 que emiten radiación gamma y beta respectivamente.
Existen, por otra parte, diversas fuentes de radiación de índole interna o externa. La irradiación externa procede de la exposición a una fuente de emisión situada fuera del organismo y actúa solo durante el tiempo que se esté en el área de exposición; la interna, en cambio, se emite desde las estructuras biológicas (tejidos, órganos, células) donde el radionúclido esté depositado, actuando en función del tiempo que permanezca incorporado al organismo, su vida media biológica, y de su período radiactivo.
La toxicidad inmediata de los radionúclidos dejando aparte, en su caso, la nocividad química es debida al brusco incremento de energía provocado desde el interior celular por las desintegraciones. En los casos de bioconcentración trófica, el ser vivo más dañado por la irradiación interna de los diferentes niveles del sistema, de la cadena, son los animales depredadores como es el caso de nuestra especie, que se halla en la cima de todas las cadenas alimenticias. No olvidemos, es sabido, que somos una especie -quizá la que más- altamente depredadora.
¿Cuáles son las principales vías de entrada en nuestro organismo de estos radionúclidos? La vía digestiva es la principal puerta de entrada de los radionúclidos contaminantes, donde confluyen las cadenas alimenticias terrestres y acuáticas. La absorción por esta vía es muy irregular y varía mucho según las características de los radionúclidos y de las moléculas de las que forman parte.
Los gases y las partículas ingresan en el organismo por vía respiratoria. En el caso de las partículas, en función de su tamaño y de sus características dinámicas, penetran más o menos en el árbol respiratorio pudiendo llegar hasta los alvéolos pulmonares. Una vez allí, según su solubilidad, pueden penetrar en el torrente circulatorio o quedarse en el pulmón. En este segundo caso se pueden depositar de forma muy heterogénea o bien pueden ser absorbidos por el sistema linfático. Si alcanzan el sistema circulatorio por vía digestiva o inhalatoria , los radionúclidos se distribuyen por el organismo y se acumulan en diversos órganos según sus características químicas. Por ejemplo, el estroncio se acumula en los huesos en competición con el calcio y el cesio compite en el músculo con el potasio. La vida media biológica, que, como es sabido, es el tiempo en el que la mitad de la masa del radionúclido incorporado al organismo se elimina (vale la pena insistir: LA MITAD), varía, dentro de ciertos límites, tanto de persona a persona y según la edad, como en función de los diferentes órganos que poseemos.
En el caso del plutonio 239, por ejemplo, su vida media en el pulmón es de unos 300 días, en los ganglios linfáticos traqueo-bronquiales de 1.500 a 1.800 días, de 82 años en el hígado, mientras que, caso de ser longevos como Matusalén, sería de 200 años en los huesos. Su vida media biológica, en todo nuestro organismo, sería de unos 175 años.
Así, pues, la toxicidad de los radionúclidos incorporados en los seres vivos viene determinada por sus propiedades químicas y físicas, por su capacidad de penetración, retención y distribución en el organismo, y por el tipo y dosis de radiación. Los efectos de las radiaciones dependen también de las características de los tejidos biológicos irradiados. Aunque es relativamente similar entre todos los mamíferos, la sensibilidad a las radiaciones internas aumenta cuanto más reciente es la aparición de la especie dentro de la escala filogenética. Por ello, como antes hablamos, la especie humana se encuentra entre las especies más sensibles.
¿Se puede afirmar entonces documentadamente, por lo que hasta ahora sabemos, que determinados tipos de cánceres, o acaso su mayor incidencia, tienen como origen último el uso de la energía nuclear? ¿Existe alguna relación de causalidad o alguna correlación positiva sospechosa, y que merezca investigación, entre ambos extremos? Veámoslo.
PS. No nos resistimos a reproducir el paso final de un reciente artículo de Rafael Poch publicado en La Vanguardia –“La histeria va con el precio”- y reproducido en rebelión [2]. Va de antinucleares y del movimiento 15-M: “[…] Cuando en Alemana arrancaba en los setenta el movimiento antinuclear, el establishment hacía afirmaciones y acusaciones disparatadas del mismo tenor. El Presidente de Baden-Württemberg, Hans Filbinger, decía que sin la contestada central nuclear de Wyhl, “las luces de nuestra región comenzarán a apagarse a finales de la década”. Antes de esa fecha, en 1978, Filbinger, un antiguo juez nazi, tuvo que dimitir al conocerse su participación en sentencias de muerte del régimen anterior. El movimiento ciudadano era criminalizado sin complejos. “Su núcleo lo forman puros terroristas, meros delincuentes”, decía el democristiano Gerhard Stoltenberg, presidente de Schleswig-Holstein. “Hay que hablar no tanto de alborotadores como de terroristas”, decía el ministro de justicia, el socialdemócrata Hans-Jochen Vogel. Más tarde, en enero de 1980, cuando se fundó el Partido Verde, el ideólogo del SPD, Egon Bahr, anunciaba el nacimiento de un “peligro para la democracia”, mientras su colega Erhard Eppler comparaba la presión de las manifestaciones antinucleares con las marchas callejeras de las escuadras nazis de la S.A”.
¿Les suena la melodía? Poch prosigue: “Todo esto debe ser recordado hoy, cuando, después de Chernobyl y Fukushima, Alemania pone fecha al fin de la energía nuclear. Se ofrece así un poco de perspectiva sobre lo que le espera a una ciudadanía que ahora toma la palabra. Cualquiera que hoy hable en Europa de propuestas de cambio tan razonables como nacionalizar la banca, o prohibir el uso de las fuerzas armadas fuera de las fronteras sin expreso referendo popular, merece ese tipo de histeria. Que a lomos del camello haya un truhán cairota con turbante o un conseller inepto con barretina, cambia poco el asunto: la histeria va en el precio de cuestionar la oligarquía”.
Tomado de ERF y SLA, Casi todo lo que usted deseaba saber algún día sobre los efectos de la energía nuclear en la salud y el medio ambiente.Barcelona, El Viejo Topo, 2009.
Notas:
[1] El DRAE define –o definía- incorrectamente nucleido como núcleo atómico caracterizado por contener igual número de protones que de neutrones.
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