Todo monocultivo somete a los pueblos a la dependencia económica, a la par que los desarticula como tales.
A lo largo y a lo ancho de Argentina la expansión progresiva de las nuevas tecnologías agrícolas promotoras del monocultivo de soja transgénica allana geografías, prácticas tradicionales, modelos de subsistencia, flora y fauna autóctonas, empobrece la tierra, y prescinde del hombre y de sus saberes diversos.
Año tras año se suceden los anuncios de cosecha récord, dando por descontado que ello es sinónimo de desarrollo para el país. En la defensa –propuesta o no- de los intereses del gobierno nacional, de los grandes terratenientes, de los empresarios del rubro y de los propios medios de comunicación que representan, hay algo que las voces de los noticieros no dicen, tan preocupadas por dejar en claro sólo el valor de las toneladas de oleaginosas exportadas: se ha pasado de siete millones de hectáreas de soja en 2003, a 20 millones en 2009-2010. “Se calcula que en toda Argentina hay aproximadamente 31 millones de hectáreas de uso agrícola, lo que quiere decir que la soja ya ocupa este año cerca del 64% de la superficie cultivable total”1.
Esta ampliación de las áreas labradas implica la homogeneización de la producción y de las relaciones de producción al “parámetro soja”, con el consecuente silenciamiento de andamiajes simbólicos tradicionales y sus prácticas, destrucción de espacio nativo, concentración de latitudes fértiles.
La imposición de la razón moderna se reedita con este rostro. Dentro de ella “el crecimiento económico es un objetivo racional incuestionable” que no reconoce medios inválidos. La extensión y auto-legitimación de esta lógica genera la no existencia de lo que no encaja en sus límites racionales, acusado de improductivo: la naturaleza no traducible a mercancía es esterilidad, y el trabajo no alineado es pereza o descualificación profesional2.
En vastos horizontes de Argentina se impone el color monótono de la producción genéticamente modificada, implantada industrialmente. Por un lado, este sistema imperante es no-cultura, resultante de la negación de las gentes diversas en la tierra, de la ruptura de lo ancestral, de la simplificación de la existencia a variables cuantificables, del vaciamiento de la vida misma. Y, por otro lado y paralelamente, es supremacía extendida de la cultura de lo mercantil, concentración excesiva de suelos, radical separación entre hombre y entorno biológico, importancia del espacio en tanto valor productivo-económico individual, alteración de las condiciones intrínsecamente naturales (manipulación genética).
Así se va del monocultivo a la monocultura.
Semejante matriz de estandarización se encarna tanto hacia el interior de las propias fronteras de la región argentina tradicionalmente agro-exportadora –la pampa-, como en entornos que exceden a ésta (proceso manifestado en la avanzada indetenible del modelo hacia nuevas regiones).
Con todo, frente a la creciente homogeneización, esta diferenciación espacial es ya meramente analítica antes que cierta.
Puertas adentro
Con los procesos políticos y económicos de las décadas recientes en la zona pampeana “se fragmenta el espacio rural, y el campo, además de atravesar procesos de despoblamiento también es ‘vaciado’ de actores y relaciones sociales históricas, concentrándose básicamente en sus funciones productivas y generando una redefinición de su entramado asociativo”3.
La falta de apoyo al sector durante los años noventa, y luego las nuevas tecnologías en semillas y agroquímicos que ayudaron a prescindir de horas y procesos de trabajo, se tradujeron en des-ruralización.
Las familias asalariadas fueron expulsadas del medio rural, antiguo espacio de la vida.4 “[…] cada vez hay menos productores rurales en Argentina. Según datos de 2009, en todo el país hay censados 276.581 productores agrarios, la mitad de los que había registrados en 1969, cuando llegó la primera soja”5. “[…] en los últimos 15 años han desaparecido 100.000 productores pobres y campesinos, que hoy pueblan las villas miserias de los centros urbanos”6.
Los réditos que aporta el mercado internacional de oleaginosas hacen que se socaven y desestimen otras formas de sustento, las cuales sí necesitan del factor humano. Dejan de producirse cultivos diferentes (maíz, sorgo, algodón, legumbres, etc.), ganado (vacuno, porcino, ovino), tambo otras y actividades como la horticultura, la fruticultura o la apicultura7.
Las holgadas ganancias se traducen a una renta agraria sojera excesiva. Ésta favorece además la concentración de tierras a manos de pooles de siembra (grupos de inversores), quienes alquilan las extensiones fértiles en detrimento de muchos medianos o pequeños propietarios de tierras que prefieren arrendar su tierra antes que habitarla y trabajarla. En la pampa argentina 6.200 terratenientes poseen el 49 por ciento de la tierra8.
Con esto se uniforma también la concepción de la economía agraria en tanto capitalización privada de un pequeño sector excluyente.
Los pequeños poblados que se sostenían con las ganancias generadas por el peón o el pequeño productor también se encuentran en riesgo. “Hay más de 60 municipios en peligro de extinción en la provincia de Santa Fe”.9
(He aquí, en este apartado, la contra cara de lo que la sociología citadina frecuentemente estudia como creciente urbanización, exclusivamente preocupada por el crecimiento de las urbes. Se desconoce así no sólo el origen de dicho fenómeno, sino también y fundamentalmente la desarticulación del espacio rural.)
Pampeanización
Mientras tanto, hacia el exterior de las ahora desdibujadas fronteras agrícolas tradicionales de Argentina, el proceso de homogeneización adquiere una fuerza mucho más violenta y repentina. Los desalojos y desplazamientos de comunidades aborígenes y campesinas, así como las apropiaciones de sus tierras, no se resuelven con procedimientos o estrategias sutiles: los pueblos originarios no venden sus tierras ni se van a las ciudades en busca de “comodidades y confort”, tal se argumenta para el caso de los productores o peones pampeanos.
Las opulentas ganancias que promete el cultivo de la soja y la generación de especies más resistentes a condiciones poco favorables han llevado a colonizar –a pampeanizar- zonas hasta ahora inexploradas, como algunas partes de Chaco, Santiago del Estero, Tucumán, Salta, el norte de Córdoba, entre otras.
Por caso, “En los últimos doce años, la superficie de las tierras fiscales existentes en la provincia de Chaco ha disminuido de 3.900.000 a 660.000 hectáreas. Pero estas tierras no fueron otorgadas, de acuerdo a la Constitución provincial, a las comunidades indígenas o a criollos que desarrollan actividades rurales, sino que fueron vendidas (en ocasiones con los propios indígenas adentro) a empresarios madereros y sojeros, principales responsables de la drástica reducción de los montes ocurrida durante la última década […] El monte ya no es el antiguo vergel de recursos que brindaba alimentos y medicinas, que permitía la vida y la hacía posible. Van desapareciendo los árboles que han acompañado las tradiciones y los mitos del pueblo toba. Hay menos lapachos, menos algarrobos, menos itines, menos quebrachos. Disminuyen las especies animales y vegetales, no hay más marisca, se restringe la pesca. Las abejas, que tradicionalmente han formado parte sustancial de la economía y la alimentación toba, huyen a otros sitios a causa del desmonte. La depredación avanza y la gente no tiene sustento”10.
La agricultura que promete generar alimentos para todos quienes habitan el bendito suelo argentino deja a la geografía hecha páramo y desolación. Lejos de servir a las mayorías, el noventa y cinco por ciento de la soja que se produce a nivel mundial se utiliza para alimentar el ganado de Europa y Asia11.
En busca de la tensión transformadora
Este es el paisaje que se impone hoy en Argentina, monoproductivo y monocultural.
Sin embargo, el espacio agrario ha sido históricamente y es incluso hoy un terreno de disputas y de luchas entre el pequeño campesinado, el mercado y el Estado (o el poder colonial-feudal, antes de los Estado-nación).
El mañana se escribe en clave de resistencia y creación. No pocos sostienen que el foco de las luchas antiimperialistas (anti Estados y anti mercado) se halla hoy en la ruralidad y en el campesinado de la periferia12.
Ahora, ¿puede seguir considerándose tierra –y, por lo tanto, espacio de rebeldía y vida- a los inmensos llanos de la patria sojera, al campovaciado?
Mientras tanto, en donde los hombres aún habitan, son ellos los que levantan la voz y el puño para que la tierra siga incluyendo a las gentes.
Están en los puntos de sutura entre las regiones amenazadas por la pampeanización vecina y las propias extensiones “sojizadas”. Pero también en el propio corazón del sistema, con quienes quedan dentro de las latitudes asaltadas por el monocultivo e, incluso, con los elementos urbanos de pensamiento decolonializado. Son los que piden una ley de bosques justa y respetuosa de lo natural, son los pequeños productores que luchan por defender las prácticas de una economía alternativa, es la civilidad que se moviliza contra las fumigaciones asesinas o por una alimentación sana.
Al fin y al cabo todas las fuerzas totalizantes de la historia han mostrado tarde o temprano sus fisuras. Fueron estas grietas las que imposibilitaron su perpetuidad.
Notas:
1 La república de la soja, en edición digital de El País (www.elpaís.com , 4 de abril de 2010). España.
2 Boaventura De Sousa Santos (2009). Una epistemología del Sur. Ed. CLACSO / Siglo XXI Editores. Buenos Aires – México. p. 111 – 112.
3 Mario Lattuada y Guillermo Neiman (2005). El campo argentino. Crecimiento con exclusión. Ed. Capital Intelectual. Buenos Aires. p. 44.
4 A fuerza de no caer preso de cierta ingenuidad histórica, debe reconocerse que a su vez el modelo y las relaciones de producción hoy desplazadas en la pampa argentina fueron en su momento las que se impusieron por sobre otros métodos y modelos “autóctonos”.
Por otra parte, el carácter totalizante y monocultural del actual modelo de trabajo de la tierra pampeana puede evidenciarse en algunas de las prácticas discursivas que se pusieron en juego a partir del 2008, en el marco del “conflicto” entre gobierno nacional y productores rurales. Las ideas referidas de “los productores”, “el campo”, “la Argentina”, entre otras, sugerían la existencia de una única alternativa económico-productiva: como si la vida de todos los habitantes del país estuviese implicada de manera directa en lo discutido.
5 La república de la soja, op. cit.
6 Los que pierden todo, en revista Chispa (2008). nº 228. Buenos Aires. p. 3.
7 “Productores cordobeses plantean que el monocultivo quita espacio a la diversidad de flora que necesitan. Hay menos de la mitad de apicultores que hace una década”. Soja y agroquímicos, una mezcla mortal para abejas, en diario La Voz del Interior (13 de junio de 2010). Córdoba. p. 8 (sección A). En tanto, muchos pequeños tamberos abandonan el rubro. En 2002 funcionaban 15.000 establecimientos, pero desde entonces más de 4.000 cerraron sus puertas. La vaquita vivía en Pehuajó, pero un día se marchó (en www.infosur.info , agosto de 2009). En el mismo sentido, otras fuentes indican que la actividad mermaría otro 5 por ciento durante este 2010.
8 Matrimonio K: ni nacional ni popular, en revista Chispa, op. cit. p. 3.
9 La república de la soja, op. cit.
10 Voces de Resistencia II, en Revista Sudestada (2009). Año 7, nº 66. Buenos Aires. p. 41.
11 En documental Home. Dirigido por Yann Artus-Bertrand (2009).
12 Sam Moyo y Paris Yeros (coordinadores) (2008). Recuperando la tierra. El resurgimiento de movimientos rurales en África, Asia y América Latina. Ed. CLACSO. Buenos Aires.
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