En la actual conformación social la vida de verano suele tener lugar como tal siempre y cuando permita la concreción de ciertas aspiraciones burguesas, como la autoridad económica que canaliza derroche, opulencia, cierto capricho. Entre el inmenso cúmulo de mercancías que se ofrece para su ávido consumo, se mercantilizan incluso aquellos recursos naturales nativos que ya se presentan como escasos: de ser propios a un lugar determinado, adquieren valor comercial por haberse tornado extraños. Los ejemplos más visibles son sólo el ápice perceptible de la irracionalidad inherente a los parámetros de consumo moderno-occidentales. Pues el propio sistema capitalista-neoliberal explota hasta la extinción los insumos que necesita para generar las mercancías que hacen a su esencia. ¿Se escribirá el fin del capitalismo en paralelo a los límites “físicos” del planeta?
Temporada estival: miles de familias huyen del agobio de las grandes metrópolis hacia los destinos que prometen distensión y relax. Respetando sus habituales parámetros de abundancia, determinado sector social permuta el diario consumo propio a la vida en la inmensa ciudad por otros pintorescos objetos: artesanías, adminículos para la playa, platos extravagantes, ropa de colores excéntricos y un inacabable catálogo de enseres “imprescindibles”.
La mercantilización de la vida profundizada con las transformaciones económicas de la década del ’90 trastocó los sentidos de muchas prácticas sociales. Entre otros, los de la recreación veraniega. El turismo de los estratos relativamente acomodados y de las clases medias –muchas veces auto representadas como portadoras de aspiraciones, valores y privilegios burgueses-, parece materializarse “objetivamente” sólo si adquiere el estatus de espacio y tiempo de consumo. Excede, de esta manera, al simple ocio y descanso familiar.
¿Cuántos paradisíacos lugares aparecen como desolados, no son anotados como destino de plácido descanso en las respectivas guías ni beatificados con el título de “paisaje”, si no cuentan con una feria fenicia que garantice el paseo comercial diario, dador de sueños y de pasajera felicidad?
Voraz e inescrupulosa, la economía neoliberal se caracteriza entre otras cosas por producir mercancías –en diferentes escalas y ámbitos- sin importar los costos sociales, culturales y ecológicos de ello.
Respecto de estos últimos, y considerando el caso de las serranías cordobesas, uno de los más promocionados destinos turísticos argentinos, es tan llamativo como variado el abanico ofrecido de mercaderías y servicios elaborados con “insumos” de la flora y fauna nativas que por distintos motivos hoy resultan escasos o casi extintos en la región[2]. (Irracionalidad que se adosa, por cierto, a la tan común dilapidación de recursos naturales en general).
“Muebles de algarrobo”, peperina (y distintas especies aromáticas y de uso medicinal francamente amenazadas por la extracción compulsiva), “Carbón de quebracho blanco”, escabeches de liebre y de pato silvestre, “Cabrito a la leña” (léase madera de monte nativo), labores con cueros de animales no domésticos, “Cabañas de troncos”. Estos y otros insólitos placeres son anunciados por carteles y volantes. Parecen sólo unos ítems dentro del exhaustivo menú preparado para satisfacer la avidez de los comensales. Pero, tanto los mencionados como muchos más, son amasados con los pocos especimenes del tipo que la explotación intensiva del hombre permite subsistir en la región[3].
Extrañas, inhallables exquisiteces que otorgan a los apetitosos compradores cierta distinción social; o el particular deleite individual de estar allí en donde otros no, ni en el presente ni a futuro.
¿Se ofrece sólo un plato caliente que se digiere ingenuamente, sin sopesar la inevitable destrucción supuesta en esta transformación de recurso natural a producto de mercado? ¿O se trata por parte de quien lo consume de la obtención de un souvenir, de un simbolismo que se fundamenta en el acceso y la conquista de lo más recóndito y último del medio nativo, vivo desde tiempos inmemoriales hasta el momento de aparecer etiquetado en la góndola?
Como sea, por unos pocos pesos generosamente el sistema permite participar del singular (y quizá no dimensionado) privilegio de maltratar al ambiente, de desbaratar su equilibrio.
Dentro de la lógica del consumo indetenible e irreflexivo, el gozo se erige sobre el cadáver de lo virgen. La vida es momento, es presente y yo: no hay ni tiempo ni sentido de la alteridad para reparar en las bellas y diminutas lumbres que se manifiestan frente a los ojos, que si bien pequeñas, son en fin las que hacen al indescifrable rompecabezas de la biodiversidad planetaria. Los ejemplos antes referidos son sólo pequeños testimonios distinguibles entre tantos gestos inciertos, borrosos. Pero permiten certificar con nitidez la triste insensatez del modelo de hombre dominante en esta época de la historia. Pues cuanto menos sustentable son las acciones humanas, más evidente se hace la formulación de Franz Hinkelammert según la cual la globalización del capitalismo constituye una conformación caníbal respecto del sujeto y del entorno. Aunque también, suicida, en tanto para asegurar su existencia socava los propios basamentos en los cuales se asienta la humanidad[4].
En las antípodas del sistema y fuera de esta factibilidad autodestructiva –y de la consecuente eliminación de los hombres que lo padecen a la vez que sostienen- sólo puede pensarse en una posibilidad para evitar este escenario: la sensibilidad por la sencillez de la vida; y la consciencia colectiva, revolucionaria, emancipatoria.
Notas:
[1] Por Emiliano Bertoglio. Sierras de Punilla (Córdoba, Argentina). Enero, 2010.
[2] Anótese que las diferentes especies amenazadas son valiosas en sí mismas, pero tanto más en tanto parte de un conjunto (considerar a los ejemplares de la flora y de la fauna como existentes independientemente de los demás, es contemplarlos desde una perspectiva excesivamente “técnica”, aislados del contexto en el cual desarrollan su vida). Dentro del conjunto que componen, cada acción violenta del hombre altera la delicada necesidad mutua entre quienes conforman la biodiversidad, y no sólo a tal o cual animal o planta.
[3] Además de estas delectaciones autóctonas, como goces exóticos o provenientes de ignotas regiones, los locales de venta de “productos regionales” ofertan “opciones” como ciervo ahumado y salames de jabalí, entre otros. (En sintonía con las anteriores graficaciones, un selecto restaurant de la Capital Federal honra a sus comensales con un plato formado por carne de yacaré asada).
Debe considerarse que en las serranías cordobesas los ofrecimientos constituyen o alternativas de economía de subsistencia para los auténticos lugareños, en donde la explotación generalmente es menos intensiva; o relativamente importantes emprendimientos comerciales de los migrados capitalinos que buscan en los nuevos aires una vida lejana al vértigo de la ciudad.
[4] Franz Hinkelammert, El nihilismo al desnudo. Los tiempos de la globalización. 2001. Colección Escafandra. Santiago de Chile. En sintonía con esta expresión, dice Ceceña que “El mercado, por sí mismo, es autodestructivo. […] [Con muchos de] los desarrollos tecnológicos que se han conocido en los últimos 30 años, se traspasó el umbral de la mayor catástrofe ecológica registrada en el planeta. Esta lucha del capitalismo por dominar a la naturaleza e incluso intentar sustituirla artificialmente, ha terminado por eliminar ya un enorme número de especies, por provocar desequilibrios ecológicos y climáticos mayores y por poner a la propia humanidad, y con ella al capitalismo, en riesgo de extinción” (Ana Esther Ceceña, El posneoliberalismo y sus bifurcaciones. Artículo publicado en www.rebelion.org, el 5 de enero de 2010 y días ss.).
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons , respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes
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