Los efectos combinados de las bioinvasiones causadas por los seres humanos amenazan los esfuerzos de conservar la agrobiodiversidad, mantener la productividad del sistema agrícola, sustentar el funcionamiento de los ecosistemas naturales y de hecho proteger la seguridad ambiental, la seguridad alimentaria o la salud humana.
El ser humano es un actor clave en los procesos de difusión de especies vegetales y animales por todo el mundo.
El caso de la agricultura, llevada a los confines de los cinco continentes durante centurias es un ejemplo paradigmático de este proceso de transformación, que por un lado permitió la instalación y expansión de cultivos básicos para la alimentación mundial, pero por otro y seguido de una forma mucho más desordenada y pulsante acompañó sólo algunos procesos que involucraron la llegada a nuevos destinos de diferentes especies, con impactos de toda índole.
Tanto de manera accidental como deliberadamente, a través de la migración, el transporte, la maquinaría agrícola, el traslado de especies y el comercio, los seres humanos continúan dispersando un número siempre creciente de especies a través de barreras antiguamente insuperables, tales como lo eran las cadenas montañosas, los océanos, las selvas, los desiertos, las zonas más inhóspitas u áreas climáticamente hostiles. Entre las consecuencias de mayor alcance de este reordenamiento se encuentra el incremento de los invasores biológicos, que pueden considerarse como especies, cuya presencia se detecta por el éxito de su instalación y que proliferan en distintos ambientes. Se distribuyen en detrimento de especies y ecosistemas nativos.
En nuestros días, asumir un mundo sin límites o con pocas limitaciones, y considerar los efectos de las bioinvasiones en la agricultura, no es sólo un ejercicio interesante sino un análisis imprescindible, en tanto los costos no sólo económicos, sino ecológicos, sociales y hasta culturales que su instalación en el medio rural, pueden generar sobre los espacios de vida y producción de millones de productores agropecuarios.
Sin embargo, a pesar de la llegada permanente de nuevas especies de plantas, animales y microorganismos, la suerte de estos nuevos inmigrantes puede llegar a ser muy disímil.
Pocas especies sobreviven y solo una pequeña fracción se naturaliza y gana terreno en detrimento de las especies nativas o de los propios cultivos implantados. De las que logran naturalizarse, la mayoría igualmente no causa una alteración sustantiva en los nuevos territorios. No obstante otras, sí lo logran. Entre estas últimas varias pueden ser las razones que han permitido alcanzar un éxito importante en la diseminación y entre ellas encontramos: la posibilidad de escapar a predatores naturales, las estrategias reproductivas, el beneficio logrado por disturbios (cambios en el uso del suelo o la tecnología), la ausencia de controladores biológicos, el aprovechamiento de nuevos escenarios climáticos o cambios en el clima y la posibilidad de ocupar nichos vacantes dejados por otras especies.
Una planta invasora, no solo puede producir cambios en el propio ecosistema donde ingresa sino que puede contribuir o alterar completamente los regímenes de fuego, el ciclo de los nutrientes, la hidrología y los balances de energía de un ecosistema nativo, también como disminuir sensiblemente la abundancia o sobrevivencia de especies nativas.
En el caso de las áreas templadas, las principales plagas de cultivos son especies exóticas. Los gastos combinados de control de plagas y pérdidas de cosechas o tratamiento de productos agropecuarios implican la aplicación de un “impuesto extra” (y un enorme beneficio para las arcas de las corporaciones de agroquímicos) a la producción de alimentos, fibras, forrajes, agrocombustibles que generalmente, es a veces transferido a los productores y a los consumidores más pobres.
Si bien la bibliografía sobre bioinvasiones en la agricultura es ya bastante rica y extensa, mucho menos lo es, el estudio de la economía de las bioinvasiones, en términos de una identificación clara y asignación de costes directos como especialmente indirectos de los procesos bioinvasivos. Es más, hasta hoy día, el costo global de las enfermedades en plantas y animales, o el tratamiento y control de especies invasoras, esta parcialmente evaluado.
Una invasión biológica ocurre cuando los organismos, transportados por el medio que fuere, llegan a nuevos territorios, a menudo muy distantes. Este proceso de transporte puede ser indeseado o promovido, como a veces sucede con “nuevos cultivos” o materiales genéticos considerados productivos en un lugar y potencialmente útiles para otros espacios y destinos, sin un análisis completo de todos los procesos involucrados. Allí estos individuos proliferan, dispersan y logran persistir.
En un sentido estricto, las invasiones no son un fenómeno nuevo ni provocado exclusivamente por los humanos. Sin embargo, la magnitud geográfica, la frecuencia y el número de especies involucradas han crecido enormemente como consecuencia directa de la expansión del transporte y el comercio en los últimos quinientos años y en particular en los últimos doscientos. Ni qué hablar de los cambios producidos con la globalización del comercio y la caída de las barreras comerciales, desde fines del siglo XX. Son pocos los hábitats de la tierra que permanecen libres de especies introducidas por los seres humanos y mucho menos pueden considerarse inmunes a esta dispersión, especialmente aquella vinculada a los procesos de introducción o transformación de la agricultura moderna.
Desde un punto de vista meramente ecológico, las consecuencias adversas de las invasiones biológicas son diversas y están interconectadas y van desde cambios importantes sobre las especies dominantes en una comunidad, las propiedades físicas del ecosistema ya mencionadas, el ciclo de nutrientes, del agua, de la energía como de la productividad vegetal de esa comunidad.
Los efectos combinados de las bioinvasiones causadas por los seres humanos amenazan los esfuerzos de conservar la agrobiodiversidad, mantener la productividad del sistema agrícola, sustentar el funcionamiento de los ecosistemas naturales y de hecho proteger la seguridad ambiental, la seguridad alimentaria o la salud humana.
La amenaza ecológica más grave producida por una especie invasora es la destrucción de ecosistemas enteros, a menudo por plantas invasoras que se expanden en el territorio de las nativas o el aumentar tanto los costos de control en un agroecosistema, que lo convierten en inviable económica y productivamente.
En el caso de la agricultura, las especies invasoras se expandieron ampliamente. Mientras en muchos casos, el cultivo compite con especies nativas, generalmente que forman parte de pastizales nativos (gramíneas y de hoja ancha), las mismas son controladas a través de manejo agronómico, herbicidas otras prácticas o metodologías más sostenibles como aquellas sustentadas en prácticas y manejo agroecológico. Asimismo, existen algunas especies invasoras que se expanden de manera sostenida dentro de los sistemas agrícolas, especialmente en los territorios de grandes extensiones donde el potencial de la expansión de la agricultura favorece procesos agroindustriales de transformación.
En el caso de la expansión de la agricultura industrial, la principal promoción para el control de las bioinvasiones pasa por el uso de agroquímicos, especialmente herbicidas. El negocio de los herbicidas se expandió intensamente en la agricultura mundial, especialmente en modelos de producción intensivos. El creciente consumo se acompaña de una creciente resistencia o tolerancia en las malezas.
En la última década, la llegada de los cultivos transgénicos ha tenido una relación directa con estos procesos. Los principales cultivos, especialmente soja y maíz, fueron en esta primera camada de eventos transgénicos, diseñados para ser tolerantes a aquellos herbicidas de mayor conocimiento y expansión mundial, como el glifosato o tolerantes al ataque de lepidópteros o bien con ambos eventos conjuntos.
La soja transgénica resistente a herbicidas es el principal evento expandido en todo el mundo, y especialmente en la República Argentina.
El nuevo evento asociado al modelo agronómico conocido como siembra directa fue el paquete ofrecido en el país para hacer frente a las malezas más importantes como el Sorgo de Alepo y el gramón (Cynodon dactylon), ambas gramíneas.
El Sorgo de Alepo es una de las malezas más gravosas de la agricultura de climas templados y ha sido en la Argentina un problema grave, desde los años treinta.
La aparición de biotipos resistentes al glifosato en la actualidad suma un escalón de problemas adicional al ya complejo conflicto del control de esta bioinvasora que está transformando y ha transformado campos y sistemas productivos de todo el país.
El Sorgo de Alepo está considerado como una de las diez principales malezas de la agricultura mundial.
Ha acompañado los planteos de la agricultura templada y subtropical en prácticamente todas las regiones del globo donde llegó, sea de manera fortuita o bien traída como especie forrajera, especialmente recomendada por su alta productividad y adaptabilidad en climas adversos. También por su producción de biomasa como por cierta palatabilidad era un elemento atractivo para la ganadería.
En la Argentina, el Sorgo de Alepo (Sorghum halepense) ingresa recomendado como planta forrajera tanto por el gobierno como por las semillerías a principios del siglo XX (alrededor del 1900).
Rápidamente se difunde en la región norte del país y también de la misma manera, se percibe su efecto pernicioso sobre los campos. En dos décadas se convierte en una plaga de la agricultura y es declarada como tal y desde allí se comienza una lucha por medios mecánicos de todo tipo y posteriormente químicos que brindaron solo victorias parciales a los agricultores a costa de enormes costos, esfuerzos y pérdidas.
Al principio de la bioinvasión del Sorgo de Alepo convencional, sólo algunos técnicos aislados alertaron tempranamente sobre las implicancias de todo tipo que la intensificación en la siembra del Sorgo de Alepo podría generar sobre la estructura económica del sector rural de principios de siglo. Es así, que el Dr. William Cross, Director de la Estación Experimental Agroindustrial de Tucumán, alertaba a través de sus escritos e investigaciones sobre el proceso en ciernes.
Impactos que pasaban por la colonización de los campos por parte del Sorgo de Alepo y los tremendos costos para su erradicación, efectos sobre los agricultores en términos de su desaliento y abandono de la práctica agrícola, costos económicos y pérdidas de campos que ameritaban una mayor dedicación por sus efectos sociales y demás.
No obstante el alerta temprano de Cross, la reacción del gobierno argentino de entonces fue tardía y aún parcial. Desde la declaración de plaga en los años treinta (20 años después de la introducción), la especie estaba prácticamente instalada en todo el país o seguía incluso siendo expandida a expensas de su siembra como forrajera, hasta la creación de una Comisión de Lucha contra el Sorgo de Alepo, no se logró por supuesto erradicar y en muchos casos siquiera controlar la invasión. Los trabajos de difusión, los medios utilizados, las publicaciones fueron acciones tardías que no pudieron frenar la difusión.
La misma maquinaria agrícola facilitaba la expansión sin conocerse aún cabalmente todos los mecanismos de reproducción y capacidades de la especie en cuestión.
Así como el Sorgo de Alepo es una maleza gravísima, para muchos considerada “la maleza perfecta” o “la pesadilla de los agricultores”, por su capacidad bioinvasiva y sus mecanismos de reproducción y adaptación, la industria agroquímica le dedico ingentes esfuerzos para “controlarlo”.
Hacia mediados de los años setenta se diseña el herbicida glifosato, uno de los herbicidas más conocidos por los agricultores. Es de los herbicidas más vendidos desde entonces, pero cuyo salto explosivo en el consumo se produjo desde mediados de los años noventa.
El glifosato, es un herbicida de amplio espectro, no selectivo y de acción sistémica, altamente efectivo para matar cualquier tipo de planta, que es absorbido principalmente por las partes verdes de los tejidos vegetales. Una vez ingresado en la planta, inhibe la acción del ácido shikimico, paso obligado hacia la síntesis de tres aminoácidos esenciales, presentes en las plantas superiores y ciertos microorganismos, pero no en los animales.
Las ventas mundiales de glifosato, superan los 2.000 millones de dólares y se estima que rondarán los 3.000 millones de dólares durante el próximo quinquenio, cifra equivalente a más de 40.000 toneladas de ingrediente activo. El glifosato cubre más del 60% de las ventas totales mundiales de herbicidas no selectivos, y tendrá aún un crecimiento mayor al incorporarse masivamente los eventos transgénicos relacionados con su consumo, especialmente la soja y el maíz.
Esta primera ola de eventos transgénicos ha sido adoptada por más de 10 millones de agricultores de 22 países ocupando alrededor de 100 millones de hectáreas en los once años desde que la tecnología se difunde comercialmente. Ocupan hasta ahora el 7% del total de la tierra agrícola disponible del mundo. Hasta hoy, el interés principal de las compañías que comercializan estos productos, se centran en aquellos países que por su dimensión territorial y consumo de agroquímicos presentasen disponibilidad para la absorción tecnológica. El 57% de estos territorios corresponden a la soja y el 25% al maíz. En conjunto el 68% de los transgénicos liberados responden a productos que son tolerantes a los herbicidas (especialmente al glifosato), el 19 a insecticidas (presentan tolerancia al ataque de lepidópteros) y el 13% presentan tolerancia a ambos.
Entre Estados Unidos (54 millones de hectáreas), Argentina (18 millones), Brasil (11,5 millones), Canadá (6,1 millones) y China (3,5 millones) alcanzan el 92% de toda la superficie mundial ocupada con organismos vegetales genéticamente modificados. Nuevos países con grandes territorios como la India y Sudáfrica, suman en promedio unas dos millones cada uno. Los demás países tienen territorios ocupados con mucha menor superficie involucrada.
El paquete tecnológico que llega a la Argentina tiene a la soja transgénica y al herbicida glifosato en su centro. Hoy ya también se promociona la difusión del maíz transgénico resistente a los herbicidas y con nuevos eventos “apilados”, en carpeta para aprobar o ya aprobados y liberados comercialmente por la SAGPyA de la Argentina. Hace diez años que los cultivos transgénicos son una realidad en el campo y el sistema agroalimentario argentino.
El paquete tecnológico de la Soja RG y el glifosato, bajo el sistema de siembra directa llegó para dos cosas: controlar y reducir el problemático control de malezas y su simplificación y potenciar la agriculturización a través de una secuencia sucesiva de cultivos agrícolas, especialmente al principio trigo y soja.
El tipo de tecnología ADN recombinante incorporada a las nuevas semillas, responde a un paquete intensivo en el uso de insumos que integra una práctica fácilmente apropiable como la siembra directa con un fuerte incremento en el consumo de herbicidas, fertilizantes, insecticidas, curasemillas, aceites minerales y riego, promovidos ampliamente tanto desde ciertos sectores de la esfera pública o privada.
Todo este proceso ha llevado a una acelerada “agriculturización” del sistema, una “sojización” del modelo que eliminó el planteo mixto y transformó, especial pero no únicamente a toda la Región Pampeana, en un área eminentemente monoproductiva. La nueva soja, es la base del modelo agrícola intensivo de producción que alcanza en Argentina, entre granos y subproductos un negocio de 11.000 millones de dólares en la actualidad. Pero si por un lado, el campo se enfrenta a una creciente concentración económica, una puja importante de las corporaciones, una tremenda distorsión en los precios y costos relativos a lo que debemos agregar el dumping desleal de las economías más desarrolladas por la vía de los subsidios agrícola, por el otro la “eficiencia productiva” del agro argentino, se sustenta en un subsidio natural relevante y una sobreexplotación del mismo que pone luces de alerta sobre la forma en que se está utilizando el suelo, la biodiversidad y los recursos naturales en este país.
En el marco general de la agricultura, la década de los noventa podrá ser recordada en el caso argentino como la “década del insumo”, pues se ha marcado claramente la explosión en el consumo de agroquímicos que facilitaron un fenomenal incremento de la producción primaria, la cual pasó de 26.000.000 millones de toneladas de granos y oleaginosas en 1988/89 a más de 94.000.000, récord de la producción granaria argentina, debido a las mayores producciones históricas de soja, maíz y trigo. Tampoco en superficie el crecimiento no para. La superficie sembrada ha crecido respecto al ciclo anterior (2006/2007) y pasó de 28,98 a 30,28 millones de hectáreas. Es decir, que siguiente la alocada carrera que generan los precios internacionales, los productores han incorporado más de un millón de hectáreas a la agricultura intensiva. Cayó para la campaña 2008/2009 por el ya remanido teleteatro entre la junta de desenlace del campo y el gobierno, pero nuevamente crecerá la soja y su siembra nuevamente en la campaña actual.
Las sojas RG (resistentes al herbicida glifosato) fueron adoptadas ya a los cinco años por la totalidad de los agricultores argentinos, adquiriendo el paquete semilla+herbicida, principalmente por el precio relativo más barato de ambos ofrecido (dentro del país) por las compañías multinacionales y la comodidad en el manejo. Esta tasa de adopción tecnológica no cuenta con ningún precedente a escala temporal que la iguale.
En velocidad de la adopción tecnológica, Argentina en el caso de los transgénicos supera ampliamente a aquella de países de fuerte base agrícola y tecnológica como los EE.UU. o el Canadá. Esta nueva tecnología, superó en el tema semillas a hitos históricos como la llegada de los híbridos de maíz o incluso el rápido proceso de refinación de pasturas, con la incorporación del alfalfa a principios de siglo. El desarrollo de estos primeros cultivos transgénicos no ha respondido como se intentó mostrar en una nueva Revolución Tecnológica que contribuiría a paliar acuciantes problemas humanos y ambientales, sino que por lo menos analizando esta primera camada de eventos se observa que se constituyen en una nueva herramienta del mismo modelo agrícola de la Revolución Verde, que si bien permitió aumentar los rendimientos físicos de los cultivos, produjo por otra parte secuelas ambientales y socioeconómicas sumamente serias. Los cambios tecnológicos y los precios internacionales del commoditie, junto con el ajuste del margen bruto tan mejorado respecto de otros cultivos para el productor, facilitaron esta explosión. Se sigue bajo el paradigma de un sistema agrícola sustentado –no sustentable– en el uso conspicuo de los recursos naturales, con una carga continua de insumos y demandas energéticas crecientes, para lograr mantener la respuesta de los cultivos sintéticos implantados.
La Argentina es uno de los países donde la técnica conservacionista de la siembra directa ha tenido más raigambre y uno de los factores que facilitó el paso de un histórico modelo de producción agropecuario mixto hacia una agricultura permanente.
Con esta técnica se ha permitido disminuir la erosión de los suelos e incluso recuperarlos, al utilizar una cubierta de rastrojos en superficie que los protege del impacto de la lluvia o el viento, pero a costa de un uso cada vez mayor de insumos químicos, especialmente herbicidas y fertilizantes y por otro lado con impactos sobre la flora microbiana del suelo y cambios en la población de plagas junto a nuevas enfermedades en los cultivos.
En respuesta a la demanda de la siembra directa, se produjeron importantes mejoras en el germoplasma de las variedades de soja, lográndose líneas mejor adaptadas y una mayor performance agronómica para los diferentes grupos de madurez, que han permitido inclusive, que se avance sobre áreas ambientalmente muy susceptibles, hacia el noreste y el noroeste del país, como decíamos abriendo directamente la frontera agropecuaria.
En la siembra directa, el rastrojo del cultivo anterior, especialmente en su volumen y calidad es muy importante. Estos restos facilitan una incorporación de la materia orgánica a través de la actividad bacteriana y demás organismos del suelo. El planteo agronómico de la siembra directa, también podría eventualmente ser aplicado en un modelo de producción agroecológica, en tanto en ese caso, debería eliminar algunos elementos que condicionan al sistema en el plano extensivo (herbicidas).
Por ello, es que resalto esta diferencia, al impulsarse actualmente lo que podemos llamar, un modelo de siembra directa industrial, que cumpliendo en parte con el mismo objetivo de no utilizar el arado y si utilizar el rastrojo en superficie, aplica herbicidas para el control de malezas (control químico) y una carga cada año mayor en volumen de agroquímicos para el control de estas malezas, que aumentan por otro lado en tolerancia y resistencia.
No obstante otros grupos de malezas entran al sistema al igual que nuevas plagas y enfermedades que demandan más agroquímicos para su control. El ya altamente costoso ataque que están sufriendo los cultivos del soja del Cono Sur, por la roya asiática de la soja (pakophora paquirrichi) son sólo un ejemplo de este proceso.
Es llamativo como se maneja en ese país la cuestión de la sustentabilidad. El discurso sobre la sustentabilidad y de la “ecoeficiencia” ha sido cooptado en Argentina por los impulsores de este modelo de siembra directa. Detrás de ellos están las grandes compañías de agroquímicos y semillas, que promueven las bondades de sus productos. Les acompañan una corte de investigadores dependientes y subyugados por las luces de un modelo económico que les nutre y apoya sus investigaciones parciales.
El sistema de siembra directa, creciente a nivel nacional –especialmente en Córdoba, Santa Fe y Buenos Aires– y también fuertemente promovido a escala regional, necesita insumos básicos para sostener su éxito que además de agroquímicos, demanda de maquinaria adecuada, que han crecido en la década con la misma tendencia que la primera. El principal insumo básico de la siembra directa, fue el sostenerse exclusivamente en el uso conspicuo del herbicida glifosato –cuyas características comienzan a revisarse nuevamente en la actualidad– y que en la Argentina, ha tenido una expansión en el consumo inédita en todo el mundo, alcanzando en el año 2006 valores cercanos a los 180 millones de litros de droga comercial (en 1990 el consumo no llegaba al millón de equivalente litro comercial).
A partir del año 2000, se produce también una creciente expansión del modelo pampeano hacia otras ecoregiones mucho más sensibles ambiental y socialmente, como el NOA argentino, donde las sojas transgénicas, la siembra directa y el glifosato junto con una mayor utilización de agroquímicos comienzan a aplicarse con intensidad. A ello se suma la llegada de un nuevo agricultor, poco vinculado al local y su cultura: el productor pampeano. Este trae su lógica productiva junto con una mayor capitalización y formación técnica y conocimiento de nuevas tecnologías. A este proceso de imposición de un nuevo modelo productivo pampeano a otras ecoregiones que “no son Pampa”, lo he dado en llamar “pampeanización”.
Con la pampeanización se produce una fuerte transformación del sector rural en el NOA (noroeste argentino) y la llegada de nuevas tecnologías, productos, cambios en los patrones de uso y volúmenes de aplicación de agroquímicos.
Hacia mediados de esta primera década del siglo XXI, e incluso antes, se detectan en los campos del norte, que fueron hacia soja transgénica, la aparición de matas de Sorgo de Alepo que son resistentes al herbicida glifosato y que deben ser controladas con otros herbicidas. Las matas se muestran en apariencia resistentes al herbicida y por tanto se las ha llamado SARG: Sorgo de Alepo Resistente a Glifosato. Sin embargo hasta hoy en día, no se conocen con claridad los mecanismos de esta resistencia.
Desde ese momento, el corto periodo de control sin problemas para los agricultores comienza a acortarse y se empiezan a sugerir otras formas de manejo, siempre basadas en el uso de antiguos y conocidos herbicidas como el MSMA, paraquat, 2,4 D o bien en mezclas con glifosato. Todas combinaciones cuyos controles son más parciales que el glifosato, más costosas económicamente y de mayor impacto ambiental.
Además de ser un problema serio el caso de la bioinvasión con SARG por el sólo hecho de sus graves efectos, hay que tener en cuenta que no es tampoco una maleza común, anual sino que tiene especiales estrategias de permanencia, reproducción y es una planta perenne.
En 2007, las áreas donde se encontraba el SARG no sólo involucran a las provincias del NOA argentino sino que existen rodales del biotipo, en otras provincias argentinas como Santa Fe, Córdoba, Corrientes o Santiago del Estero. Aparentemente podría estar comprometido todo el país.
Si bien sólo luego de una primera campaña oficial, son menos de 100.000 las hectáreas afectadas por el SARG, utilizando los datos oficiales, se encuentran en juego alrededor de 100.000.000 de hectáreas totales potencialmente o pasibles de ser afectadas en el comienzo de la bioinvasión. Sólo para agricultura, con los granos esenciales de exportación, la superficie asciende a más de 30.000.0000.
La campaña para el seguimiento del SARG, encuentra al país aún “desarmado” frente a la necesidad de una estrategia de seguimiento del biotipo en distintas ecoregiones, a pesar de la gravedad que pueda involucrar la expansión y extensión de este Sorgo de Alepo a escala territorial.
El problema amerita ser encarado de manera integral y holística y no parcial y bajo un escenario de corto plazo, como en apariencia parece habérselo encarado hasta ahora.
Los escenarios institucionales y económicos demuestran lamentablemente que Argentina seguirá apostando a la intensificación de su agricultura de base transgénica y acompañará solo con acciones reactivas su respuesta a los potenciales efectos de aparición de problemas como la emergencias de plagas y malezas como lo muestra el caso de la aparición del SARG, un “nuevo” Alepo resistente.
Casi ochenta años después, las acciones de política gubernamental parecen ser copiadas de aquellas que planteara la Secretaria de Agricultura en los años treinta. Desde la creación de un nuevo Comité de Luchas contra Plagas Resistentes hasta las formas de comunicación parcial utilizadas y la demanda hacia los agricultores, como si estos fueran los culpables de la instancia de aparición del Sorgo, solo permiten manifestar la preocupante situación de que el problema nuevamente no está siendo revisado de forma holística e integral y con respuestas que involucren acciones restauradoras y estabilizadoras del agroecosistema, aún a costa de pérdidas económicas iniciales en el marco de ese proceso.
En la siempre permanente recurrencia de un problema-una solución planteado ya desde las bases fundacionales de la química agrícola moderna de Justus von Liebig, los promotores siglo XXI de las compañías biotecnológicas y sus partenaires de la agroquímica sintética, festejan los nuevos escenarios por venir.www.ecoportal.net
Dr. Ing. Agr. Walter A. Pengue - Universidad Nacional de General Sarmiento, ICO. - ProECO, Programa de Economía Ecológica, GEPAMA, FADU, UBA.
Basado en la obra: BIOINVASIONES Y BIOECONOMÍA: EL CASO DEL SORGO DE ALEPO EN LA AGRICULTURA ARGENTINA (PENGUE, WA, MONTERROSO,I y BINIMELIS, R, 2009).
INFORMACION COMPLETA CUARTAS JORNADAS DE ECONOMIA ECOLOGICA Y CURSO INTERNACIONAL DE ECONOMIA ECOLOGICA www.ungs.edu.ar/ecoeco