viernes, 7 de agosto de 2009



Educación Tecnológica en el siglo XXI.

José A. López Cerezo y Pablo Valenti.

07/08/2009


Ser un buen ingeniero no es sólo cuestión de conocimiento sino también de "saber hacer"; no basta con ser docto hay también que ser virtuoso. Hay valores tradicionales, como la eficacia, que definen la "virtud ingenieril" y que se reflejan en el resultado de la actividad. Son valores presentes en la educación tecnológica que no deberían ser descuidados. Pero en el mundo actual, donde la tecnología ha adquirido una extraordinaria relevancia pública y es objeto de un atento escrutinio social, hay otros valores que también deberían estar presentes en la educación de los ingenieros para hacer de éstos unos profesionales adaptados a su tiempo. Se trata de educar para innovar y de educar para participar; son también las coordenadas de esta breve reflexión sobre lo que debería ser la educación tecnológica del próximo siglo.

Tecnología en sociedad

Para empezar, un punto que debería ser obvio: la educación tecnológica hoy debe responder a la realidad de la tecnología en el mundo actual. Es muy importante, en el plano educativo, evitar transmitir una imagen distorsionada o idealizada de la naturaleza de la tecnología. En este sentido, siguiendo a autores como Wiebe Bijker o Thomas Hughes, cada vez son más numerosas las voces que, desde la literatura especializada, reclaman una comprensión no reduccionista de la naturaleza de la tecnología. Esta no puede seguir siendo entendida de un modo intelectualista o artefactual, es decir, únicamente como un cuerpo de conocimiento científico aplicado o como una colección de artefactos y procesos técnicos. La tecnología no es una colección de ideas o de máquinas sujetas a una evolución propia, que se exprese en los términos objetivos del incremento de eficiencia. Toda tecnología es lo que es en virtud de un contexto social definitorio, un contexto que incluye productores, usuarios, afectados, interesados, etc. Es en ese contexto donde se define lo eficiente o ineficiente en virtud de unos objetivos que, en última instancia, responden a valores no técnicos. Algunos ejemplos bien conocidos son aquí oportunos.

Una bomba manual de agua no sólo funciona bien o mal dependiendo de las características técnicas del artefacto, sino también del uso que de la misma se haga en un contexto social determinado. Como señala Arnold Pacey en La cultura de la tecnología, la gran cantidad de bombas que fallaron en los años 70 en aldeas de la India, casi un tercio de las 150 mil instaladas, no sólo se debió a defectos estructurales de los artefactos, sino principalmente a la omisión de las condiciones locales de uso por parte de los responsables técnicos del proyecto. Además de un problema ingenieril, el desarrollo e instalación de un artefacto es un problema cultural y administrativo. Esa desconsideración de los aspectos no técnicos de los artefactos tecnológicos es lo que ha llevado al fracaso de numerosos proyectos de transferencia de tecnologías. Por ejemplo en el intento de control de la natalidad en Bangladesh a través de la donación y distribución de DIUs, donde sólo se consiguió controlar la natalidad a costa de acabar con la vida de muchas mujeres que los usaron sin una cultura sanitaria apropiada.

En su libro La ballena y el reactor, Langdon Winner proporciona un ejemplo aún más claro del modo en que hacer tecnología es también hacer política, es decir, asumir valores y transformar a la sociedad de acuerdo con los mismos. Algo tan sencillo como un puente no sólo está constituido de elementos materiales como ladrillo, hormigón o acero; sino también de valores. Por ejemplo los puentes que hoy todavía pueden encontrarse en los bulevares longitudinales que recorrían Long Island (Nueva York) antes de la segunda guerra mundial, eran puentes con menos de tres metros de altura, construidos no sólo para facilitar el cruce de vehículos sino también para impedir el uso de esos bulevares por parte de autobuses, reservando de tal modo las playas de la zona para clases acomodadas de la zona o poseedoras de automóviles.

Son sólo algunos ejemplos de la importante dimensión social de la tecnología que no puede ser descuidada en la organización curricular de la enseñanza de la misma. Sobre esta base, consideramos que la educación tecnológica ha de ser sensible a dos rasgos interrelacionados que definen el nuevo papel de la tecnología en la sociedad actual: la innovación y la participación.

Educar para innovar

La innovación constituye en principio la creación o adaptación de nuevos conocimientos y su aplicación a un proceso productivo, con repercusión y aceptación en el mercado. Esta definición clásica, por sí misma, no nos dice donde se van a crear o demandar esos conocimientos a lo largo del proceso innovador. Durante mucho tiempo se pensó que bastaba con una buena base científica para poner en marcha el proceso innovador, que era suficiente formar y preparar investigadores científicos para conseguir la inyección de conocimiento de interés en el ámbito económico. Con el tiempo se ha ido demostrando que esto no es del todo cierto, pues existen ejemplos que dan cuenta de innovaciones surgidas desde las empresas, en centros tecnológicos, a partir de demandas de los consumidores, debidas a los propios trabajadores, etc.

Una de las características más llamativas de las sociedades modernas e innovadoras es el uso masivo, coordinado y, especialmente, aplicado de la creatividad. Pero la creatividad que necesitamos hoy es bien distinta de la que caracterizó los desarrollos tecnológicos del pasado. El tipo y uso de la creatividad durante la primera y segunda revolución industrial se diferencia enormemente del sentido que se le atribuye actualmente. Durante la primera revolución industrial la creatividad era de tipo individual y espontánea, aunque se transfería a través de canales sociales. En la segunda revolución industrial se produce un gran impulso, aglutinante y fecundo, de este tipo de creatividad. Es a partir de la segunda guerra mundial cuando surge una creatividad de tipo colectivo, basada en la colaboración, es decir, lo que podríamos llamar una "creatividad organizada".

La creatividad organizada permite integrar y canalizar los esfuerzos individuales y aumentar el impacto de los resultados que de ella se desprenden. Seguramente, este proceso se debe al aumento de la complejidad de los problemas planteados, que están cada vez más interconectados y exigen respuestas también más integradas. Asistimos, por consiguiente, al paso de un proceso inventivo a un proceso innovador, es decir, al paso de la invención como expresión individual de la creatividad hasta la innovación como proceso colectivo de creatividad. La educación moderna debe necesariamente contemplar esa evolución. Un elemento tan importante con es la creatividad organizada, de la que en gran medida depende la capacidad de innovación, debe ser tenida en cuenta en los programas educativos para ingenieros.

Lamentablemente, aún hoy es habitual encontrar una educación tecnológica individualista y que descuida el aspecto creativo de los individuos, mecanizando incluso el proceso de aprendizaje a través de la asimilación memorística. La creatividad y la versatilidad en la formación de especialistas es además necesaria en la sociedad contemporánea pues ésta requiere cada vez más de "especialistas temporales", dado el vertiginoso ritmo del cambio tecnológico actual y los breves períodos de tiempo en los que hoy caducan los contenidos del conocimiento.

Educar para innovar es así diseminar en la sociedad un estímulo a la creatividad y la versatilidad, al respeto por las ideas y a la interacción entre todos esos elementos desde los cuales puede originarse una idea innovadora. De hecho, en el ámbito general de la formación, el concepto de interacción empieza a primar sobre el de linealidad. La propia estructura productiva de las empresas se ha ido adaptando a este cambio: de estructuras verticales, rígidamente organizadas y con funciones bien delimitadas, se ha pasado a un concepto de producción flexible, con una mayor participación de agentes sociales e intercambio de información. Es más, la necesidad de participación de diversos agentes sociales y productivos es algo que está implícito en el concepto mismo de innovación. La innovación tecnológica es, en definitiva, un acto organizado de participación creativa.

Educar para participar

Si la tecnología, como decíamos antes, no sólo responde a valores técnicos pues hacer tecnología es también un modo de hacer política, entonces la tecnología ha de ser considerada un asunto de interés general dada la extraordinaria relevancia social que el cambio tecnológico ha adquirido en el mundo actual. La legitimidad de ese cambio, y la viabilidad del mismo en una sociedad moderna, depende de que esté abierto a la participación de diversos agentes sociales. Es también un hecho que no puede ser descuidado en la educación tecnológica.

En general, educar para la participación es propiciar cambios en los contenidos y las formas de la educación tecnológica. En los contenidos recogiendo una imagen de la tecnología donde, además de los aspectos técnicos, queden adecuadamente resaltados los aspectos culturales y organizativos de las distintas tecnologías. El fracaso de proyectos tecnológicos en el mundo real, piénsese en obras públicas, biotecnologías o la propia energía nuclear, no siempre se debe a una falta de excelencia técnica por parte del profesional implicado sino con frecuencia a una falta de sensibilidad social para apreciar adecuadamente las dimensiones cultural y organizativa de la tecnología. Pero, además, el propio proceso enseñanza-aprendizaje en educación tecnológica debe realizar cambios metodológicos, didácticos y actitudinales de forma que la participación y la innovación sean también llevadas al aula. No puede seguir entendiéndose el proceso educativo como una relación uno-muchos, arriba-abajo. Los estudiantes pueden y deben implicarse activamente en la organización y desarrollo de los contenidos educativos aportando experiencias, opiniones, iniciativas, etc. El objetivo es estimular en el educando un sentido crítico que, sobre la base de un conocimiento sólido, le motive y le capacite para implicarse activamente como ciudadano y como profesional en los asuntos públicos relacionados con la tecnología. El objetivo es también evitar el llamado "efecto túnel", por el cual la superespecialización de los estudiantes los convertirá en profesionales ciegos para cualquier consideración que vaya un poco más allá del ámbito de su competencia técnica. Parafraseando a John Ziman, podemos expresar con claridad esta idea: muy posiblemente los ingenieros, al igual que los científicos, estén mejor formados para su vida profesional si supieran un poco menos de ciencia y algo más sobre la ciencia. Como también estarían mejor formados si tuviesen algo menos de especialización temática y un poco más de versatilidad creativa. Los contenidos tendrán que seguir adquiriéndolos y actualizándolos durante su vida profesional; las actitudes con mucho más difíciles de adquirir o modificar.

La propia educación ha sido entendida por diversos autores como una tecnología social: un conocimiento especializado que es aplicado, con el auxilio de diversas técnicas e instrumentos, para la transformación del medio social de acuerdo con una agenda dada. Por este motivo, la participación en el cambio tecnológico, por parte de los colectivos sociales afectados e interesados, es algo que debería comenzar en el propio proceso educativo, y ningún ámbito es más adecuado que el de la propia educación tecnológica.

Sociedad e innovación

En el mundo contemporáneo, la innovación tecnológica requiere de la participación social para su viabilidad y consolidación, y, a la inversa, la apertura de la tecnología a la comprensión y valores públicos requiere de una cultura de la innovación en sentido amplio. No es comprensible una cultura de la innovación sin la participación de una diversidad de agentes sociales a lo largo del proceso que comienza con la creación organizada de una idea y concluye con la difusión social de su realización material. Pero tampoco puede entenderse una ruptura con los modelos clásicos sobre la naturaleza de la tecnología y su gestión, de forma que ésta dé entrada a las preocupaciones y necesidades sociales, sin una apuesta decidida por la innovación. Apreciar adecuadamente la dimensión cultural y organizativa de la tecnología es ver en la innovación tecnológica una forma de innovación social y, dada la extraordinaria importancia del cambio tecnológico en el mundo actual, ver también la innovación social como una forma de innovación tecnológica.

En su reflexión clásica sobre la tecnología, decía Ortega y Gasset que la tecnología moderna paraliza nuestra voluntad debido al vértigo de sus posibilidades. Era la visión pesimista del pensador español en el agitado mundo de entreguerras. El reto profesional del ingeniero es utilizar su conocimiento y su "saber hacer" para dominar creativamente esas posibilidades y dar así expresión a la voluntad de los agentes sociales, desde la empresa privada o la administración pública. La versatilidad creativa y la sensibilidad social son virtudes relacionadas que deberían ser promovidas en futuros ingenieros adaptados a su tiempo. No pueden ser descuidadas en una educación tecnológica para el siglo XXI.

Referencias

Bijker, W. (1995), Of Bicycles, Bakelites and Bulbs: Toward a Theory of Sociotechnical Change, Cambridge (Mass.): MIT Press.

Hughes, T.P. (1983), Networks of Power: Electrification in Western Society, 1880-1930, Baltimore: Johns Hopkins University Press.

Ortega y Gasset, J. (1939), Meditación de la técnica, Madrid: Rev. de Occidente/El Arquero, 1977.

Pacey, A. (1983), La cultura de la tecnología, México: FCE, 1990.

VV.AA. (1998), Ciencia, tecnología y sociedad ante la educación, número monográfico de la Revista Iberoamericana de Educación, 18, sep.-dic. 1998.

Winner, L. (1986), La ballena y el reactor, Barcelona: Gedisa, 1987.

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